lunes, septiembre 28, 2009

El angel

El ángel se volvió demonio a los ojos de su padre. El ángel aprendió que ser ángel es lo mismo que ser un estorbo, una piedra en la fina e inmaculada planta del pie de su creador. El ángel ahora es, por consiguiente, un demonio y como tal camina por el mundo, escuchando a las personas, leyendo periódicos en cada puesto, aprendiendo a ser demonio en un mundo tan competitivo como este, donde todos han sido o son recientemente desterrados y viven escondidos bajo cualquier piedra. En un mundo creado para la diversión personal del mismo que sin pena lo expulsó de su seno y ahora goza viéndolo comer papas fritas en ese puestito de la avenida La Marina mientras que él le mira las posaderas a las colegialas. El ángel acepta su nueva vida porque no le queda de otra, porque, además, comprende su error y no está dispuesto a disculparse. Entonces, camina. Camina y recuerda: era bello, importante, con una inteligencia no humana, con un don natural de convencimiento. Lo tenía todo. Todo era suyo porque todo le fue cedido. No existía el miedo ni las penas. Recuerda la felicidad, el poder, la sabiduría. Recuerda que amaba el olor de las rosas y el incienso. Recuerda el dulce sonido de las maquinas al empezar su función, el grito jubiloso de victoria, las noches donde cruzaba los cielos y era efímeramente libre. Puede sentir el viento rozar sus mejillas, la seguridad que da el saberse poderoso. Lo recuerda todo y no quiere porque ahora no tiene nada de eso, porque ahora pasa sus días deseando otras cosas, otros placeres, los mismos que ofenderían a su creador. Se sabe perdido, solo, abandonado. Oh, creador, carajo, por qué me hiciste esto.




El ángel sabe que ser demonio implica ciertas normas. Sabe que su creador se deshará de él como lo hizo ya antes de otros. Debe huir, debe buscar un sitio, un lugar donde esconderse, donde reencontrarse con su fuerza perdida. Ahora corre. Mueve sus piernas mientras mira el cielo, mientras las personas lo miran temerosos y sostienen sus bolsos y pertenencias, por si las dudas, y busca refugio cualquiera. El día avanza lento. Tiene a su favor la lentitud del tiempo al igual que las sombras de la pronta noche. No pueden hacerle daño si sabe donde ocultarse. En el pasado surcaba los cielos en busca de los demonios al mismo tiempo que otros lo hacían por tierra. Encontraba a los estorbos y terminaba con su pena sometiéndolos a un dolor superior, aunque pasajero. Por ello, debía desaparecer. Si los ángeles terminaban siendo la mitad de generosos que lo fue él con otros, su muerte sería rápida y dolorosa, le esperaría al condena eterna, el ardor perdurable en su cuerpo y el desgarro de su piel poco por poco, y cuando terminaran le aliviarían el dolor solo para volver a empezar. No se creía capaz de soportar tanto. Tampoco podría enfrentar a todos los ángeles que hayan sido asignados esa noche. Maldita sea, no debía terminar así. Debería estar echado, con los ojos cerrados y las alas estiradas, sobre la maquina y recuperando energías para cumplir por la noche con la tarea de su señor. No debería estar corriendo por esta avenida y cruzando la pista y huyendo a quien sabe donde, ni viendo el mar aparecer a sus ojos -recientemente vueltos humanos-, tampoco trepando el muro del malecón ni descendiendo hasta la orilla. Debe inclinar su cuerpo para no caerse, dejar que la tierra y las piedras rosen su mano derecha mientras desciende la pendiente. Debe seguir corriendo. Decide ir al sur. Corre mientras los autos lo golpean con el viento que arrastran, y tocan sus claxon escandalizados por la actitud de ese demente, acaso quiere morir atropellado. El ángel no los escucha ni presta atención porque si no corre tendría que caminar y esto le daría una desventaja aun más grande de la que tiene. Debe correr por su vida, por su nueva vida, para ser más precisos, pues la de antes no se podría considerar una por no tener comienzo ni aparente final, aunque ahora las cosas eran distintas. De todas formas, puede morir. Puede hacerlo como cualquier humano común. Puede morir arrollado por un automóvil; quizá sea la mejor solución, se daría la satisfacción de saberse muerto por la mano de una persona normal y no por las garras de un ángel o el fuego de otro demonio todavía más poderoso. No hay solución. Sin embargo, el miedo no lo deja suicidarse. Si debe morir, piensa, lo hará peleando.

La noche emerge cuando no es deseada. La luna se muestra bella sobre la cabeza del ángel. Se ha cansado de correr, su vida humana no le proporciona la fuerza de antaño. Quiere comer algo, beber agua. Cruza la pista y hunde sus pies entre la fina arena. Ingresa al mar. El agua está fría. La bebe, asqueado, por un momento. Antes beber cualquier tipo de agua no le causaba tanta repugnancia, ahora, sin embargo, no resiste el sabor; la escupe, vomita. Entonces el ángel vuelve sus rodillas sobre el mar y llora por primera vez, golpea el suelo y se castiga porque se sabe culpable, merecedor de tamaño dolor, de tanto abandono. Mira el cielo, vuelto en lágrimas, quiere decir algo pero no se atreve, no puede revelarse más. Moja su cabeza mientras solloza y masculla insultos que terminan siendo ofensivos hasta para sus propios oídos. Quiere resignarse a su muerte de una vez por todas y dejar de amar tanto la vida y la libertad. Quiere no llorar. Quiere no escuchar los aplausos de alegría de aquella pareja que acaba de cruzar por sus espaldas. Vuelve el rostro: están abrazados y tienen una lata de cerveza cada uno en sus manos. Cállense, grita. Oiga usted, lo señala el varón, ahogando una risa, no respeta usted la alegría ajena. No respeta usted la pena ajena, pregunta el ángel. La mujer suelta una risotada, le da un beso a su pareja haciéndole reconocer su derrota. No es culpa nuestra, contesta, sin embargo, el hombre. El ángel se vuelve de pie. Recurre a un buen puñado de agua para mojarse el cuerpo y, una vez empapado, sale del mar y apunta con su índice al hombre; le dice que se largue, que no quiere discutir. El hombre no dice nada, lo mira, parece querer caminar pero no puede, sus piernas no le responden. La mujer le pide irse, lo empuja del brazo, dice su nombre una y otra vez. El hombre mira al ángel y parece ya no sonreír, no respirar siquiera. El ángel avanza y le pide, por favor, una vez más, se vaya. Sin embargo, no puede moverse, sus pies se encuentran clavados al suelo, y esto desespera a la mujer que ahora grita y lo golpea y le pide por lo que más quieras, amor, arroja su cerveza y le dice al ángel que no se acerque, que ya se van. El hombre parece reaccionar de repente; en vez de ir por donde le indica la mujer va directo al océano y entra al mar y lucha con las olas y sigue ingresando ante los sollozos y gritos de su novia, luego desaparece y no vuelve a salir. El ángel sonríe, no lo he perdido todo, se dice. La mujer llora y quiere salvar a su novio. El ángel, quien antes no miraba a una mujer de esa forma, le descubre belleza. La belleza lo inquieta, le quita el aire, lo vuelve débil de nuevo. No puede seguir con ese dolor. Camina a ella, no le dice nada y busca sus labios. La mujer le da una bofetada y quiere escapar, pero el ángel la sostiene y la trae consigo. Busca su olor, que luego lo embriaga, lo lastima. Se hunde con ella en la arena y mientras ella lucha por escapar él la posee y desgarra su ropa y besa su cuerpo, su busto, su sexo, su pelo. La tiene y no la deja porque sabe que de lo contrario volvería a la infelicidad. La hace suya e ignora sus sollozos y suplicas, sus lágrimas y que empieza a ahogarse por la subida de la marea. Ignora todo eso para entrar en ella y hacerse con su cuerpo. Una vez dentro quiere seguir el camino, su fuerza vuelve, entonces, poco a poco, mientras daña a la mujer y su sangre mancha las aguas de aquel mar silencioso. Nadie es testigo de aquello, nadie escucha ni acude a la ayuda de la mujer, ni sienten compasión por ella porque no llegan a sus oídos pues el ángel aprendió a ahogar sus gritos de asco, rabia, pena, resignación a la muerte. Se levanta. El cuerpo de la mujer flota sobre el agua y la sangre se esparce entre sus pies. Se encuentra bien, una vez más, fuerte como antes, como siempre. Entonces mira el cielo y apunta al dios que creyó suyo y único y le dice no lo eres, miserable, no seré tu sirviente, no seré tuyo como esta mujer que fue mía, solamente mía, y no pudiste calmar sus sollozos, su pena, pues su muerte fue lenta mientras mi placer eterno. El cielo se ilumina, de súbito, las nubes dejan salir a los ángeles que ahora buscan al demonio y apresuran su muerte sin saber que, claro está, es solo el siguiente paso, acaso el más importante. Descuartizan su cuerpo, arrancan uno a uno cada miembro de él y luego lo arrojan al mar. Empero, dios había cometido el peor de los errores hacía cientos de miles de años: crear el alma.



Continuará...

sábado, septiembre 19, 2009

La kasa de dayan


Lista como pocas, dispuesta a vivir con una sonrisa, a pesar de las adversidades y dificultades que se presenten en el camino. Así es Dayan. Esta noche, maravillosamente, abrió las puertas de su Kasa de papel para dejar entrar al escritor. Y, debo admitir, no fue una entrevista fácil de conseguir, pues así es la vida de las estrellas: cinco minutos libre es un regalo que no se debe desperdiciar. Por ello, le estoy inmensamente agradecido.

Toco la puerta. "Hola, Alex", me saluda, con una sonrisa picaresca que me hace, de inmediato, sonrojar. Le digo que se ve muy linda esta noche. Me agradece con amabilidad y, a continuación, me invita a su estudio, me pregunta si deseo una coca-cola o agua mineral (coca-cola, por favor, con poco hielo); tiene muchos cuadros, retratos de personas y fotografías profesionales de paisajes y personas en ellas, me sonríen mientras paso saliva y me digo "espero hacerlo bien". Me trae la bebida, se sienta en su escritorio frente a su ordenador. Entonces, para entrar en materia, grabadora en ristre, pregunto.

-¿Qué es lo que te inspira?

Muchas cosas, no hay una sola respuesta. Me inspira el aroma de una café, ver las hormigas en un camino previamente trazado. Me inspira las pequeñas cosas que la vida hace para asombrarte; es una mezcla de todo. Siempre he pensado que eso que llamamos vida es lo que tiene la magia para inspirarnos, no solo para escribir o para decir cosas.

-¿Cuales son tus autores preferidos?

En general pienso que no deberían existir los autores preferidos, porque al final del día todo aquel que tiene valor para escribir debería ser aplaudido. Pero bueno, me gusta Vargas Llosa, Gustavo Sainz (el autor de la princesa del palacio de hierro), y me gusta Saint Exupery, autor del principito. También me fascina Horacio Quiroga, y finalmente, y no menos importante: Eusebio Ruvalcaba.

-¿Cuanto consideras que ha influenciado en tu vida los libros?

Mucho, todo depende en que momento de tu vida y que necesites en ese momento, o mas bien cuanto influencias en otros a través de los libros.

-¿Crees importante, entonces, que una buena lectura te formara para narrar, más adelante, de manera lucida, sincera, objetiva?

Por supuesto, pero más allá de la lectura, son tus propias experiencias, lo que vives día a día, Lo que te va formando primero como individuo y posteriormente para formarte un estilo narrativo.

-...ese estilo narrativo que demuestras en cada post... ¿cómo nació kasa de papel?

Fue un parto difícil (risas nerviosas). Es de esos partos que jamás esperas. No fue planeada, pero si deseada.

-A raíz de una experiencia, quizá...

Si.

-¿Puedes contarnos un poco sobre ello?

Eso ya muchos lo saben. Nace como una terapia para mi misma. Kasa de papel, es un lugar donde puedo pensar en voz alta. Donde no hay complejos, no hay restricciones, no hay lugar para el miedo.

-Un escape, digamos, a una sociedad llena de todo y nada a la vez. A un amor vacío, a un objetivo no cumplido...

Exacto, mejores palabras no hay. A un camino sin destino, sin dirección, sin rumbo.

-¿Cuanto significa para ti Kasa de papel?

Lo que significa para un vagabundo un pedacito de cobija en el suelo. Una luz, una oportunidad, un espacio.

(Sus ojos brillan, de repente. Trato de adivinar que dirá después, sin embargo, me pide continúe con la entrevista)


*Sobre el amor, la vida y las experiencias.

Trato de imaginar a la dueña de esta hermosa kasa envuelta en una situación poco agradable. Y lo imagino porque, of the record, me confiesa haber pasado situaciones difíciles en su vida. Un hombre, inquiero. Suelta una carcajada. Río con ella por lo tonta de mi pregunta.

-¿A qué dedicas tu tiempo libre?

A estudiar, por supuesto (risas) .A ayudar al mundo y salvarlo de las injusticias. A salvar a los gatitos de los tejados.

-¿Cual es el principal rasgo de tu carácter?

Vulnerabilidad a las situaciones, ha las personas...

-... ¿Eso podría traducirse, acaso, al constante miedo a equivocarte?

No. Por supuesto que no, no tengo miedo a equivocarme. Tengo miedo a no equivocarme porque, cuando no me equivoque, mis pies seguro estarán muy lejos del piso. Y, entonces, puedes dañarte a ti misma y a otros. Me refiero a la debilidad.

-¿Cual seria tu mayor desdicha? (se toma su tiempo)

Encontrarme sin opciones, que todas las puertas se cerraran en todos los aspectos: personal, profesional...

-¿Quienes son tus héroes en la vida real?

Mi padre, por supuesto.

-¿Cual es tu mayor sueño?

El que aún no está en mi mente. El que ni siquiera he llegado a pensar o imaginar. El que aun está ahí para ser creado.

-¿Crees en el amor? (sonríe dulcemente)

Sé, sin duda, que es algo importante y que existe, solo que no sé si creo en él.

-¿Has estado enamorada?

Dime qué es estar enamorado. Si estar enamorado es sentir una mariposita en el estomago, la respuesta es sí. Aunque creo que el estar enamorado solo es un instante fugaz, lo importante es amar.

-Y si amar tanto concibe, en el camino o el final, un espacio como Kasa de papel, mejor aun... ¿Qué es lo primero que le ves a un hombre?

Su esencia, y que tenga presencia.



*"No sé escribir bien"


Sabía que había bloggeros con un corazón noble y apasionado, con ánimos de escribir solo porque aquello les nace de las entrañas, de lo más profundo de su alma. Empero, no supe que existía Dayan hasta que, por azar del destino, su Kasa de Papel apareció por mi camino. Desde entonces escribir no solo es un privilegio, sino que además es un reto, uno en donde trato de correr, sin siquiera saber gatear, para alcanzar la genialidad de su autora, pues Dayan, valgan verdades, escribe como los mil demonios. Tiene en las venas la habilidad para atraparnos. Sin duda, un lugar acogedor y calentito para poder pasar la noche.

Dayan me dice que no escribe muy bien, pero que no le incomoda porque lo suyo es hacerlo porque si. Luego de escucharla le confieso mi admiración, ya que, además de ser una gran escritora, tiene las ganas y la posibilidad de leer a todo el mundo, a pesar que su horario este siempre ajustado. De esa forma, entramos en el difícil mundo del blog.

-¿Qué esperas encontrar cuando le haces clic a un link de algún autor de blog?

Que me atrape al leerlo. Es como una película, ves los primeros cinco minutos, si te gusta te quedas, si no, te vas.

-(Temiendo la respuesta por lo cruda y arbitraria que termina siendo la pregunta, respiro hondo, tomo el ultimo sorbo de mi coca-cola) ¿qué títulos de blog están entre tus preferidos?

¿Ahora qué hago? (suelta una carcajada).En realidad, no es tener favoritos, considero que a los blog que acostumbro visitar son autores que tienen mucho talento, al igual que cosas por decir. Aunque, todos empezamos por algo, y ellos fueron mis cimientos: "El blog de la señorita Morfina", "Iguanito blog", "bloc a rayas de Juan", "vivir del aire y nada más".



*Para finalizar: dios, Vargas Llosa y otras cosas más.

Para estos momentos me siento extrañamente relajado. He logrado cruzar mis piernas y acomodarme placidamente en este maravilloso sofá de cuero, y que, de cuando en cuando, mezo con mis asentaderas. Dayan es una gran entrevistada como narradora. Respeta los tiempos, se toma unos segundos para pensar muy bien sus respuestas, sonríe con frecuencia y, sobre todo, no se cansa de preguntarme si necesito algo (no sé, otra coca-cola o algo para picar. No, gracias, estoy muy bien). Le digo que estoy agradecido por darme la oportunidad de entrar en su Kasa y que no quiero molestarla por mucho tiempo. No me responde porque conoce mi carácter y sabe que cualquier cosa que diga será usada en mi contra. De todas formas, me confiesa que tenia algo de miedo antes de la entrevista, pero que he logrado relajarla al extremo de creer que solo conversa con un amigo. Soy un amigo, le digo al final. Somos amigos, aclara.

-¿crees en dios?

Sí creo que exista un dios. En estos momentos vivo una crisis con él. Hace tiempo que no nos hablamos, pero si creo que exista.

-¿Te adhieres a una religión y/o congregación?

Mis padres son cristianos. Yo creo que más que ir a una congregación, debes tener un estilo de vida diferente. Yo describiría mi relación con dios, algo así como una amistad informal, sin títulos, sin etiquetas.

-Hay una frase que reza: si dios no existiera, abría que inventarlo...

Por supuesto. Se tendría que inventar. Dios es una fuerza que siempre está presente.

-Vargas llosa dice que la vanidad es fatal para la prosa de un escritor...

Por supuesto. Te hace perder lo simple que debe ser el escribir. Te hace perder el estilo, el momento, la esencia.

-¿Publicaras, algún día, una novela?

No está dentro de mis planes a corto, mediano y largo plazo. Me complace leer a verdaderos escritores, como tú. Creo que escribir una novela resulta agotador, y ya de por si mi vida lo es. Entonces, por ahora no está en mis planes.


Nos ponemos de pie, me acompaña hasta la puerta y, luego de que le agradezco por la coca-cola, le digo, en un arranque de sinceridad, que a sido la mejor de las entrevistas.

miércoles, septiembre 16, 2009

eFeCtOs SeCuNdArIoS


La situación es esta: Paola decide irse, de manera irrevocable, de su país, a cualquiera, se dice, al que sea que esté a dos o tres semanas en avión del suyo, si fuera posible. Lo preocupante seria permanecer en Perú, tan contaminado, tan hipócrita, tan tercermundista. No, ni hablar. Se iría al que sea de la forma que sea, aunque, en el camino, se vea en la necesidad de robar un banco o extorsionar a un empresario o asesinar al cardenal y llevarse consigo todo el oro que esconde, bajo siete u ocho llaves, en la catedral y las jugosas donaciones que dan los hijos de buen corazón en los diezmos. Bajo esa consigna conoce a L, ultimo de cuatro hijos de un prospero importador de artículos para bebes (coches, andadores, sillas de comer), en un bar Barranquino, donde Paola disfrutaba de su daiquiri mientras le pedía al barman y a los meceros, por lo que mas quieran, cambiaran de música y pusieran una que valga la pena, no lo sé, lo que sea menos cumbia y chicha, que asco. Se hizo de pie, luego de darle el último sorbo a su bebida, y caminó unos metros. Bailas, le preguntó un chico con mirada perdida y pelos parados que le hacían recordar a los puercoespines que vio en discovery channel. No, dijo. No sabes, puedo enseñarte, insistió. No, gracias, dio un paso al costado para irse, sin embargo, el de los pelos parados decidió que esa presa no se le iba pero ni cagando y le cogió del brazo para traerla hasta él. Lo que el tipo ignoraba era que Paola conocía de artes marciales, o al menos había terminado de ver las películas de Jackie Chan y Bruce Lee, por lo que le enseñó que no existe peor dolor del que se recibe en la entrepierna y, sobre todo, por una mujer como ella. Maldita sea, aulló el tipo, sobando sus genitales, llorando como niña. Adiós, se despidió, educadamente y cual señorita, Paola. Sin embargo, el tipo era de los que no se dan por vencidos y le dio el alcance para la revancha, la misma que fue impedida por L y un sequito de tres acompañantes, quienes habían observado la escena con detenimiento. Puedo defenderme sola, dijo Paola. Mientras el sequito de L se encargaba del tipo de los pelos parados, él le ofreció un trago para calmar los nervios. Tiene razón, pensó Paola, necesito un trago. Aceptó. L despidió a sus guardias y fue con ella al bar. Bebieron por unas horas. A Paola le llamó la atención la manera como su nuevo amigo gastaba en ella sin remordimientos, ella pedía y él, dale, quiero lo mismo, quería lo más caro y él, igual, por favor. Entonces comenzó a ignorar las gafas pasadas de moda de L, el peinado raya al medio, los labios resecos, y miró la ropa sport pero fina, con nombres en ingles y apellidos tan europeos, tan chic, tan a la moda, tan lindo él. L la acompañó a su departamento en Magdalena, y cuando ella le diría puedes entrar un segundo, te invitare la ultima copa, él le dio un beso en la mejilla y se despidió. Hey, dijo Paola, no me vas a pedir mi número, luego sintió calor en sus mejillas producto de la consciencia de sus palabras. Lo siento, dijo L, quería tanto pedirte tu número pero estaba convencido que no me lo darías. Tonto, le dijo. Si, era un tonto, definitivamente.

Salía con el tonto dos o tres veces por semana a cualquier lugar que ella se le antojara y a comer lo que ella quisiera y a la hora que quiera. Paola buscaba entre sus prendas las mejores y pedía a crédito distintas fragancias de perfumes y pendientes y lo que fuera que la haga más bella ante el partidazo que se había conseguido tras darle en los genitales a un idiota con pelos parados. Más tarde se enteró que era hijo de un gran empresario y, por ende, heredero de una futura corporación. Lo había encontrado. Con él se iría, si o si, de este mugroso país con olor a pescado y sobaco y sudor y esas cosas que el olfato rechaza pero no logra reconocer a ciencia cierta por tratarse de una combinación de muchas cosas apestosas. Le propondría ir a Paris o Berlín o Barcelona; si, Barcelona, tan español, tan europeo, tan de reyes y reinas. Se merecía una vida llena de lujos. Por algo, piensa, había pasado tantos años en la miseria y estudiado otros muchos en una universidad nacional una carrera que ni el más loco de los orates se atrevería a seguir, cosa que le había costado todos los ahorros a sus fallecidos padres y no le servia para absolutamente nada. Se vio, entonces, en la obligación de trabajar como anfitriona los fines de semana en una conocida tienda por departamento. La belleza estaba a su favor. Aun no cumplía veintiocho años y parecía, al menos, cuatro años menor, la edad de L. Se sabia atractiva y deseada por muchos. Ella prefería no acostarse con pobres. Con ricos, aunque sean feos, se decía. De todas formas, para estos momentos, eso ya no le haga falta: estaba L, su papi millonario y el futuro anillo de compromiso en sus delgados dedos blancos y untados con cremas. En fin. Se dio a la tarea de conquistarlo. Coqueteaba con L cada vez que lo veía y le insinuaba, con discreta ternura, que deseaba tener algo más con él. L, sin embargo, tan educado, no prestaba mucha atención a las indirectas de su amiga. Por eso, cuando rozo con su mano, porque ella iba a recibir la bebida y él quiso adelantarse, le pidió que lo disculpara, que no fue su intención faltarle el respeto, por favor, créeme. No seas tonto, le dice; no seas imbecil, piensa Paola, y sigue nomás que en breve partimos a Roma. Una de esas tardes Paola se aventuró a preguntarle si le gustaba alguien. L le confesó que si, pero que no tenia mucho tiempo porque estaba muy metido en los negocios familiares, entiendes. Entiendo, dijo Paola, debe ser difícil ser hijo de un importante empresario. Lo es, para ser sinceros. Y debes tener una casa muy bonita. Cierto, es muy bella, la decoró mamá, y, claro, con ayuda de una profesional, porque mamá tiene buenas ideas pero no sabe transmitirlas para que la gente la entienda. Lo comprendo, dice Paola. Seria bonito conocerla, sugiere Paola, al final. Iban por el mirador y el viento atacaba con fuerza a los amigos, Paola se abrazó con sus manos y le dijo que tenía frío. L quiso prestarle su chaqueta. No, no gracias. Si quieres...no se...balbuceó L. Qué cosa. Si quieres... podemos irnos a otra parte. Tonto, estoy bien aquí. Como gustes, dice L, de todas formas no me gusta verte temblar. Soluciónalo, dice Paola. Puedo abrazarte, se ruborizó L y quiso disculparse pero Paola ya estaba junto a su pecho y él rodeándola con sus brazos. Estuvieron varios minutos mirando el mar. Me gustas, se aventuró Paola. Pao, no sé qué decir. No digas nada si no quieres. Es que tu también, creo, me gustas un poco o, no lo sé, mucho, supongo, no lo entiendo del todo. Paola, para evitar que su interlocutor siga diciendo tantas tonterías, le dio un beso en los labios. No besaba del todo mal, recuerda ahora Paola, lo hacia, en realidad, bastante bien, y su aliento era dulce y fresco.


Recuerda sus besos en la oscuridad del departamento en Magdalena, y las veces que hacían el amor en donde les fuera posible. Recuerda que deseaba irse de su país a cualquier precio y que L había sido una buena promesa para ello. Tiene mucho dinero, recuerda, tanto que puede llevarme a la luna si se lo pidiera. Recuerda los paseos a la playa en su convertible rojo y los almuerzos en la Rosa Náutica, junto al mar; piensa en los paseos de fines de mes y cuando él le decía que no podía verla porque tenía mucho trabajo, mi vida, tanto que viajaría a Nueva York esa misma noche. Paola quería decirle que la lleve, por favor, pero L le colgaba el teléfono y luego se iba una o dos o tres semanas, a su regreso hacían el amor en su departamento y ella le pedía, por favor, mi amorcito, llévame a conocer a tu familia, pero L le decía que no podía, que las cosas no iban del todo bien en casa y que esperaba el divorcio de sus padres. Le había creído porque empezaba a amarlo. No era tonta, eso es obvio, estaba convencida que él era casado. Qué mierda, se dijo, que sea padre o abuelo si le da la gana, pero que me saque de este país, por el amor de dios. Empero, L no entendía. No comprendía ella no era feliz en este lugar, en esta tierra que le había quitado todo lo que más amaba, que le cerraba las puertas a una vida digna, a una calidad que sabia merecía pero no lo lograba porque este país es así, carajo, y nunca va a cambiar. No quería comprender, y, mientras la penetraba, ella le preguntaba cuando se irían de viaje, amor, y él: pronto, chiquita, pronto, ahora muévete así y has azá y luego esto y ahora cambiemos a lo otro y si, pequeña, así me gusta, así te gusta ¿verdad? Lo sé, te gusta. Le gustaba solo si él era feliz con eso pues, después de todo, empezaba a amarlo. Amarlo. Amarlo como nadie más, amarlo en señal de gratitud, amarlo de la manera como él la amaba, de la misma forma como él sacrificaría todo para llevársela a otro país a estudiar y trabajar y tener un nombre -uno distinto, verdad, corazón, uno que no sea el que tengo, tan perucho, tan cholo, tan horrible- en un continente que no sepan que ella fue hija del pecado, de la lujuria, del placer de la carne y del buen sexo sin amor. De esa forma, sería dichosa, estaba convencida.


Recuerda: salía con él una tarde de verano rumbo a un restaurante en San Borja, hablaban de su futuro juntos. Pronto Paola no tendría que trabajar porque L se encargaría de todos sus gastos, le daría un nuevo y mejor departamento hasta que él pueda terminar sus negocios y viajar con ella a donde quisiera. Quería conocer, primero, Europa, luego Japón y China y Sudáfrica y todos esos países de todos los continentes menos América, sur América, quería ir a Israel y luego al Tibet, ya, si me llevarás ¿no? Claro, Pao. Para encontrarse con su alma y hallar la paz perdida, seria necesario visitar todos esos países. Hablaban mientras L manejaba y ella besaba su cuello en muestra de su gratitud. El celular de L: aló, estoy ocupado, ¿qué? No puede esperar; okey, quince minutos. Le dijo que tenía un problema, que papá estaba de viaje y por eso no podía ir a almorzar juntos. La dejó en San Isidro para que se comprara lo que quisiera y ya por la noche la llamaría. L se fue y dejó sola a Paola. Visitó tiendas y compró ropa con estilos modernos. Cuando se hizo la noche, buscó su celular y marcó a L: no contestaba; lo intentó de nuevo, nada. Seguro mucho trabajo. Una hora después: nada; quince minutos, no contestaba. Iría a buscarlo. Tenía el nombre gravado de la compañía en su memoria. L le había pedido mil veces que no lo hiciera porque hay muchas lenguas viperinas que buscan dañarlo delante de papá. No iría a preguntar por él, aunque le parecía tonto siendo el hijo del dueño, debe ser por la mujer que no quiere reconocer, no importa. Esperaría fuera o ya vería qué hacer. Tomó un taxi y esperó veinte minutos a que llegase a La Molina, en una zona exclusiva. Pagó y caminó unos metros a un pequeño parque, posó sus posaderas en un escaño y esperó, simplemente, a que pasara algo. Empezaba a aburrirse cuando el carro que conocía muy bien apareció de repente: L abrió presuroso su puerta y corrió a la trasera a abrirle la puerta a una mujer de aparentes cincuenta años, sería su madre, piensa Paola. La acompañó hasta la entrada y L se quedó fuera, esperando. Entonces Paola, en un arranque de locura, corrió a darle la sorpresa a su novio. L, sorprendido, la besó y le dijo que se fuera, por favor, que pronto saldrían su madre porque tenían una reunión. Paola se iba, sin embargo, la mujer, tan elegante y refinada, salió y le dijo: Marcial, ahora puedes llevarme a casa.


Le hacia el amor en su cuarto porque estaba completamente enamorada de Marcial - o L- y porque él había sido tan valiente, como idiota, de gastarse su gratificación por fiestas en ella, y por pedirle a sus compañeros de trabajo lo ayudasen con su broma. Le hacia el amor porque Paola era buena y porque necesitaba amarlo para no terminar matándolo. Lo llevaba a su departamento en Magdalena porque él vivía en un cuarto en El Agustino y tenia vergüenza de que ella lo conozca. No lo odiaba pues Marcial -o L- había encarado a su jefa y le había pedido disculpas por los gritos de Paola y las bofetadas que le daba mientras le decía que era un mentiroso, y esperaba su pronta muerte, y luego buscaba sus zapatos, una piedra, por un demonio, un objeto punzo cortante. Por eso, entre otras cosas, le hacia el amor esa noche de otoño en su departamento. Por eso, también, miraba como Marcial dormía placidamente, luego de confesarle, ya por fin, que, efectivamente, era casado y tenía un niño de tres años. Amaba su sinceridad, la manera como duerme y como pronuncia el nombre de Paola entre sueños. Lo amaba tanto que tuvo que tocarse el corazón, caminar a la cocina, agarrar un cuchillo, posar la punta de la navaja sobre su pecho. Entonces cerró sus ojos. Lloraba. Lloraba porque no quería hacerlo, pero debía. Lloraba porque no había pensado en los efectos secundarios. Lloraba porque era una cobarde que no deseaba las promesas de un hombre pobre. El mismo hombre pobre que alguna vez fue rico ante sus ojos y la engreía con gestos, gestos que después él pagaba en diez cómodas cuotas, y porque no conseguiría nada juntos. Apretó con ambas manos el cuchillo y se sentó sobre el vientre de Marcial, quien abrió lentamente los ojos y se encontró, sorprendido, los ojos inyectados con sangre de una mujer blanca, de sonrisa dulce y peinado angelical.


Paola sostenía ambas manos sobre el muro del malecón, miraba el mar, y pensaba que además de cobarde era hipócrita. Deseaba no haberle pedido disculpas luego de su intento de homicidio. Le dijo que se fuera de su vida para siempre, si es que quiere seguir viviendo. Al día siguiente Paola buscó otro departamento en otro distrito de la capital. Encontró un trabajo de tiempo completo e inició una cuenta de ahorros. Se juró nunca más volver a ver a L -o Marcial-. Si todo estaba solucionado por qué lloraba. Sollozaba frente a las poderosas aguas Miraflorinas. Sollozaba sin tener ánimos de detenerse. Ese es su vida: llorar por nada.

-Se encuentra bien- preguntó un hombre, con un terno de diseñador negro y cabello castaño.

-No.

-Puedo ayudarla en algo.

Paola volvió el rostro un poco más: el hombre había dejado la puerta de su carro abierta, era un mercedes-benz rojo. Entonces dejó de llorar. Lo hizo porque quería irse de este país, como fuera, como sea, aunque, en el camino, tenga que robarle el auto a este pobre -¿pobre?- hombre. De todas formas, piensa, nunca es tarde para empezar de nuevo.

viernes, septiembre 11, 2009

El escritor y la rosa

El escritor.



Escribo una novela, todas las noches, que consume mi aire, me ahoga, y deja atrás todo sentido de cordura para hacerme formar parte de una serie de eventos desafortunados en un ambiente hostil y cargado de odios, miedos, resentimientos, penas. Escribo esa novela con la firme convicción que me deje tranquilo, salga de mi mente de una vez por todas, por el amor de dios, y me permita concentrarme en mi blog o en mi trabajo o en Nyu o en cualquier otra cosa que valga en realidad la pena. Esa novela, sin embargo, se coge con uñas y dientes y avanza, simplemente, sin consultarme si me está gustando o me está doliendo o me está hartando. Sé, vale mencionar, no puedo pararme de este asiento hasta terminarla, y una vez le ponga punto final podré seguir con mi vida y con mis proyectos -en caso exista uno después de todo este tiempo-. Ser libre, como los patéticos personajes de mis historias, teniendo en cuenta que, por más que lo desee, termina siendo una quimera, una alucinación, un deseo jamás cumplido, un amor platónico que solo se agrava si se tiene en cuanta que el ser amado murió muchos años antes de que nazcas. Eso es. Eso soy: un pobre tipo que escribe impulsado por quien sabe qué una novela sin futuro, sin nada más que la firme promesa de ser leído por el diablo y sus seguidores, pues, sabe muy bien el escritor, dios no seria capaz porque terminaría ruborizándolo.


El escritor -o sea, yo, y permítanme el descaro pero es hora de hablar de mi en tercera persona sino moriré con la vergüenza- sabe por más que siga escribiendo no podrá ser feliz pues su vida se a reducido a cumplir el capricho del destino. Mismo capricho que lo obliga a presentar en su blog, en algún momento, un fragmento de su novela. Y la terminara porque lastima su alma, luego, con la finalidad de satisfacer el deseo de sus padres y estudiar -pues tiene edad para hacerlo, diecinueve años- derecho o psicología o algo por estilo, será el hombre que todos esperan que sea. De esa forma, mamá y papá serán dichosos y lo verán ya no como la promesa de la familia que prefirió dedicar su vida a escribir novelitas con puro sexo y drogas y violencia y esas cosas que no están acorde con los principios básicos de una sociedad "pura", "inmaculada", dios lo salve, si no, por el contrario, como el hijo que sus hermanos y hermanas quisieran haber tenido y no pudieron porque no van a misa los domingos ni leen la palabra ni dedican su vida a nuestro señor Jesucristo. Amén, viejos.

El escritor, entonces, vive resignado.

Resignado a terminar con su novela decide amar intensamente a una rosa que su madre cuida, con cariño y esmero, todas las mañanas y que yace al lado de su computadora sobre un mueble que considera viejo y, por ende, listo para desechar en cualquier momento. Mira la rosa mientras digita una y otra vez reflexiones y apuntes para su novela. El protagonista las ve negras en ese momento, y se pregunta, el escritor, si la vida tiene que ser necesariamente contradictoria: él ama y Adal sufre, llora, golpea, se droga, corre, recuerda, sobrevive gracias a la nostalgia de una vida adinerada y el cariño que, alguna vez, le dio una mujer de su universidad, pero que, por cosas del destino, ya no lo ama pues está muerta. Muerta, como su madre, como su padre, como, seguramente, lo estará el hijo que espera su novia; los mismos, pobres ellos, que no tienen la culpa de pertenecer a un hombre lleno de bilis y rencores. El escritor no sabe aceptar que su personaje es él mismo en muchos aspectos. Puede reconocerse en algunas líneas, y las borra para volver a escribirlas; lo hace siempre y a cada momento. Entonces, en un arranque de cólera, cierra la página y se promete, a continuación, no continuarla. Sin embargo: el dolor de cabeza, la frustración, el sabor amargo en los labios, la mirada perdida producto de un largo día pensando en qué carajo pasará después de eso. Vuelve, asustado y resignado, una vez más, al ordenador.


Quiere terminarla pronto, y sabe eso no pasará pues, maldita sea, la tendrá lo poco que le queda de vida en la memoria, en las entrañas, en el alma.



-La Rosa.



La rosa se sabe bella y perfecta, aunque, por más que insista, quiera hacer creer lo contrario. Sin embargo, ignora si nació así o fue parte del paso de los años, de la vida, de las experiencias. No le gusta lastimar, pero piensa es inevitable en un mundo lleno de maldad y envidia. Y el escritor la comprende. Por eso, prefiere permanecer callado mientras ella lo mira y dice, con discreta ternura, no sabe nada de la vida y por qué y en qué momento la felicidad se le fue -y no volverá- de sus manos. Quizá esto no sea textual. De todas formas, termina correspondiendo a lo que entendió el escritor al escuchar a la rosa, con sus ojos almendrados, los gestos propios de quien se sabe linda, y el cabello largo y castaño. No son los únicos atributos que definen a la rosa, ni siquiera se encuentran cerca. El problema radica en que el escritor no sabe describirla de tal manera que le haga justicia a su belleza. Sabe la quiere, por supuesto, y que haberla tenido efímeramente a su lado significa demasiado, un privilegio de pocos -o nadie-, un placer otorgado a personas bendecidas por un dios que no es el que usted y yo conocemos; por uno que sabe que lo más importante no es amarlo a él sino a ella, a Nyu, a la rosa, pues ella vale mil veces más la pena, y porque entenderla resulta siendo lo mejor que podría pasarnos ya que nadie la conoce como quisieran esos pocos que la aman, los mismo que, sin saber cómo, fueron premiados con su compañía.



Esos pocos están divididos entre sus amigos más cercanos, por los que en algún momento lo fueron pero ella los recuerda con cariño, y el escritor. El escritor se da a la tarea de querer escucharla, aunque termine siendo él el que siempre hable. Lo hace porque necesita amarla para poder escribir. El escritor la ama porque ama escribir y porque tenerla a su lado le da la paz que no encuentra en ningún rincón, ni siquiera en la novela que lee todos los días en el autobús rumbo a su trabajo. Se podría pensar, entonces, ama la paz que haya en ella. Además, vale mencionar, la caricia de sus manos, la mirada fija, los labios suaves y tibios, el cabello perfumado, y, sobre todo, esa impotencia que siente por la necesidad de sentirse amada en realidad. Amada no como lo hace el escritor, pues él tiene un concepto diferente sobre el amor. Para él, el amor debe ser egoísta sino no es verdadero, seria un compromiso y nada más. Para la rosa, simplemente no existe, y si existiera habría que eliminarlo de la faz de la tierra. Por ese motivo, el escritor se empecina en no solo escribir pensando en ella, también escribir de ella, buscándole diferentes nombres y poniéndola en distintas situaciones, las mismas que no se atreve a publicar en su blog porque considera que solo ella puede elegir el futuro de los cuentos por ser parte vital de los mismos. De esa forma, ella seria dueña de él -porque sus cuentos son él, simplemente-, y a su completa disposición.


El escritor digita rápido y presuroso porque prometió publicar este post en la brevedad posible. Lo hizo en un impulso de locura. Y debe cumplir su promesa para demostrar que, al menos, tiene palabra ya que talento -aunque muchos lectores con buena fe digan lo contrario- no tiene. Sencillamente no nació talentoso. Escribe, como ya lo mencione, porque ama a la rosa con fuerzas que creía agotadas hacía mucho tiempo. Lee pues su vida no le ha dado ninguna satisfacción, y encuentra en los libros esa pasión y energía que no haya en su propia vida, ese valor que ni siquiera se atreve imaginar ni a agregárselos a sus personajes más vigorosos y temerarios. Se sabe mal escritor. Se reconoce como un ex adolescente que le dedicó interminables horas a sus cuentos con la finalidad de que, en algún momento, sean dignos de ser leídos. Cree jamás logro ese cometido. Asegura está inmensamente lejos de escribir medianamente bien y esto lo hace desdichado, triste, lo vuelve pusilánime. No gusta escribir reflexiones como otros por no sentirse dueño de una vida ejemplar, ni un pensamiento pulcro e inmaculado. No cuenta historias sobre el verdadero amor, porque el suyo es tormentoso y dificultoso. Porque, además, no cree posible que Nyu, la rosa, lo llegue a querer como él a ella, y si fuera el caso, tiembla de miedo ya que no podría darle lo que se merece. Es un hombre amargado a causa de la hediondez de su país, del lugar donde vive, de su casa, de las ganas interminables de sus padres por que sea abogado, del amor que sabe no merece por parte de Nyu. Si, nyu, la rosa, la belleza encarnada, el aire puro en medio de la contaminación limeña, lo mejor que vuela sobre lo peor y mira con pena por debajo de sus pies y no puede hacer nada pues levita por cuenta propia, por el impulso de sus alas, de su magia. Esa magia que ha hechizado al escritor. Ese escritor pusilánime que desea dejar de serlo para brindarle las comodidades propias de una reina. Esa reina que tiene por súbditos al mundo. Ese mundo que ignora cuan bella puede ser una rosa y cuanto puede inspirar en aquel hombre, en aquel escritor, en aquel chico, en ese... en ese...



*Un agradecimiento especial a Cinthya por tener la generosidad de compartir conmigo, y ustedes, esa maravillosa imagen. Un beso para ti y tu talento.

lunes, septiembre 07, 2009

Esperaba el final con el mismo temor que en el comienzo. Las manos en los bolsillos, la mirada perdida, los labios resecos, y el estomago lleno de hamburguesas y papas fritas, cortesía de la anciana desdentada, que, pueden creerlo, le había jurado y rejurado que su hija -o hijastra o sobrina o entenada o lo que fuera- lo amaba tanto que seria capaz de todo por él. La vieja está más loca que una cabra, piensa, si es cree que me tirare a su hija solo porque tiene esa loca idea de tener nietos blancos. Qué mierda, le dijo una vez la señora, que sean pobres pero blanquitos, hijito, como tú, con ojos color cielo y labios rosaditos y chiquitos. Se vio obligado, es noche, a acompañarla a su fiesta de cumpleaños, bajo la promesa que comería todas las hamburguesas que sea capaz de aguantar. Entonces, comió y comió y bebió cerveza y bailó con la vieja -mi hijo, mi yerno, miren lo lindo que es, y rosado, como su familia- y luego con la loca de su hija, que acababa de cumplir treinta años y cuarenta de peso. Oh, dios, pensaba, pero qué flaca y fea. Podría soportar que sea fea o flaca, cualquiera de los dos pero por separado. Empero, ella era ambas cosas y muchas otras. Andaba siempre con el mismo vestido rojo enterizo con flores, verbigracia, y el pelo largo y rizado; la mirada fija y los labios gruesos. Le gustaban las morenas y le gustaría aquella, quizás, si no tuviera una madre llena de halagos para con él y con su color de piel. La tía estaba obsesionada y él cansado de escucharla, aunque, se consolaba, cocinaba unas hamburguesas de madre y señor mío. Lo juro por dios, caramba.


En fin. Íbamos en que esperaba el final de ese día caluroso con el mismo miedo que el comienzo de aquel. Se había levantado por la mañana sintiendo un extraño sabor en los labios y con el estomago revuelto por las locuras que se comete en pos de una buena comida. La vieja desdentada le había invitado a cenar a su casa en El Agustino, y mi hija, joven, esta muy entusiasmada con su llegada. Esperó que la mujer terminara de hablar para negarse bajo cualquier pretexto. Sin embargo, ella fue más lista diciéndole que comería, para variar, todos los platos que desease si aceptaba su invitación. La señora cambió de posición el trozo de carne y lo sirvió dentro de un pan que, a continuación, le echó mayonesa, mostaza, y le dio a un cliente. Llevaba quince años, según contó, vendiendo pan con hamburguesas y salchipapas en esa esquina de la avenida Wilson y Paseo Colon, siempre a la misma hora y con el mismo carrito sanguchero. Había heredado de su madre la sazón y las ganas de trabajar, pero sus hijas, en cambio, le resultaron ser una vagas de lo peor que esperaban tener un marido millonario para que las manténgase hasta el final de sus días, hijo, puedes creerlo. Ergo, ella se vio obligada a salir todas las tardes a llevar el pan de cada día, cada día de sus vidas. Su esposo fue un militar asesinado por los terroristas en Ayacucho cuando tenía treinta años. Ella debía arreglárselas porque al gobierno le importan un pepino las personas como nosotros, pobres e ignorantes, y no se volvió a casar ya que con los hombres nunca se sabe si resultan buenos o malos, no como tu, hijo, que eres tan bonito y educado. Gracias, señora. Llevaba, entonces, veinte años sin tener nada de nada, joven, y vaya a disculpar usted mi sinceridad pero la verdad es la verdad, o no, pero eso ya no importa porque estoy vieja y huelo a sobaco y esas cosas de ancianas. El hombre no entendía por qué demonios la tía desdentada le contaba su vida si él solo había llegado a devorar una de sus famosas hamburguesas de carne y huevo frito. Si él trabajaba, a penas, llevando documentos y recibos a diferentes oficinas, con una vieja moto que se la alquilaba al compadre de su hermano, el gordo Martín. En fin, las cosas que pasan, digo yo.

-Lo espero por la casa, entonces.

-A las ocho salgo del trabajo.

-Vaya con su moto, a mi niña le encantaría pasear un ratito en moto. Ay, dios, si esa hija mía es una loca que le gusta el riesgo, un día me va a matar de un infarto, se lo digo, y ahí quiero ver qué hará con su vida.

-Lo intentare.

-Lo espero por casa.

Se trepó en la moto, la prendió, y esperó se caliente por unos segundos el viejo motor y, luego de tratar de no mirar el guiño del ojo de la vieja, se fue. Iría porque deseaba ahorrarse unos soles para comprarse su propia moto. Y, además, la paga del alquiler del cuarto sería en breve y no podía darse el lujo de comer en la calle, y comer pan con nada un día más, me volverá anoréxico o lo que sea que fuera, carijo. Esperaría la noche para ir por toda la avenida México y luego Riva Agüero hasta el ovalo y a la casa de la vieja. Conocía la casa ya que había asistido en diferentes oportunidades a distintas fiestas o reuniones o cenas en ese lugar. Su familia lo trataba bien y sus hijas vivían prendidas de su cuello. Los amigos eran educados y las señoras mayores lo obligaban a bailar y comer y tomar toda la noche. Era muy diferente a lo acostumbrado en su infancia, lleno de lujos y comodidades. Era un niño bastante normal y nadie obedecía sus caprichos. Tenia ojos celestes y medía metro ochenta o un poco más, siempre vestía bien -o lo intentaba de acuerdo a sus posibilidades- y su pelo era castaño como lo era el de su padre. Cuando llego su ruina, a los veinte años, a causa de la muerte de éste y la huida de su madre al extranjero, tuvo que dedicarse a trabajar de lo que fuera pues sus hermanos y hermanas le dieron la espalda por considerarlo el más vago -y feo- de todos. No tienes futuro, le dijo el mayor. Sabia que si papá estuviera vivo lo ayudaría, sin embargo, había muerto en manos de los militares a causa del terrorismo, solo que, a diferencia del esposo de la vieja, él había estado involucrado directamente. Su madre se vio obligada a ir a estados unidos y nunca más se supo de ella. El dinero lo heredó el mayor. Solo Alberto, el último, lo ayudó consiguiéndole un cuarto en el Rimac y haciendo que su compadre le alquilase una moto vieja, de sus años en el comunismo. Así vivía, con treinta y cinco años: soltero, en un cuarto, de repartidor, y la cara y los modales de un hijo bien que, por azar del destino, terminó en medio de la miseria. Nunca le contaría todo esto a la vieja porque entonces la señora dejaría de fiarle hamburguesas y él terminaría muriéndose de hambre en un rincón. Le dijo soy huérfano y no tengo hermanos, cosa que la señora nunca creyó y se empecinaba en creer que era heredero de una gran fortuna y tenía hermanos igual de bellos que él, los mismos que, estaba convencida, terminarían casándose con sus hijitas, tan bonitas, tan delgadas, tan listas ellas.


La noche se hizo y asistió, como lo prometió, a casa de la vieja. La flaca y fea lo esperaba en la puerta. Estaban algunos primos y tíos. Pusieron música y comieron anticuchos y arroz con pollo y papa a la huancaína. Bailaron por unos minutos hasta que la hija mayor -si, la misma con la que lo querían casar al pobre- sugirió asistir a un bar. Hubo entonces bulla, discusiones sobre lo mejor era quedarse en casa a compartir con el invitado, y, seguro él quiere ir a divertirse a otra parte. Había un concierto de cumbia en un local en la Victoria, todo el barrio asistiría y seria la mejor oportunidad para hacerlo conocer de manera oficial, si, de todas formas, se llegaría a casar con la pequeña Flor. Disculpa a Hermelinda, dijo la vieja, hijo, es una aventada y mal educada que no respeta, carajo. No se preocupe, de todas formas, no creo poder ir. Esta usted seguro. Si, señora, mañana debo trabajar. Ay, que malo, exclama la hija mayor y sube las escaleras, se escuchó desde la sala como azotó la puerta. Me voy, se despide. Un segundo, hijo, intervino la vieja, quédate un minuto para hablar con nosotros. La plática no se prolongó más de diez minutos por la llegada de la hija mayor, embutida con un blue jeans rasgados y un TOP color turquesa, iba, además, con una bincha en el pelo decorado con estrellas que brillaban como si fueran verdaderas. La familia en pleno se levantó para calentar motores, con vaso en mano, y asistir al concierto. Un segundo, dijo, necesito ir al baño. Abrió la puerta, su bragueta, se miró en el espejo, y pensó: si no me voy de este manicomio terminaré peor que ellos. Salió del baño del manicomio y, sorprendido, vio que todos se habían ido, excepto la vieja y la mitad de una caja de cervezas. No les hagas caso, todos los sábados es lo mismo, dijo la mujer, siempre se van a su fiestitas de cholos y negros. Usted es negra, piensa pero no lo dice por miedo a su reacción. Ya sé lo que piensas, continuó la mujer, que yo también soy negra. Mírame, papito, soy mulata y no negra, negro era el padre de mis hijas. Entiendo. No me digas que entiende porque no lo creo, señor; ahora, no me haga enojar, siéntese conmigo y tómese un trago a su salud. Obedeció y tragó el licor procurando no mostrar el asco al líquido. La señora le sirvió otro y volvió a brindar, luego un cigarrillo y a continuación pregunta sobre su vida; le dice, después, es el mejor partido para su hija porque lo considera un hombre trabajador y de buena familia, aunque, y no me digas nada, quieras hacerme creer lo contrario.


-Siempre supe- dijo la mujer- que es así. Se te ve en tu carita de niño que has pasado por lujos, que tienes mundo. Mi niña seria muy afortunada en estar contigo. Deberías decirle tus sentimientos de una vez.


Ahora si se quemó la tía, piensa, dice que yo quiero algo con su hija, no solo es loca sino ciega, sorda, y lo único malo es que no es muda, maldita sea.


-Yo podría organizar una gran fiesta- continua la señora- serian felices, lo sé, hijo.


-Yo...


-No digas nada. Sé que mi hija se muere por tus ojitos, al igual que yo- confesó. Soltó un eructo y luego dijo- perdón, joven, la cerveza me da ganas de eructar. En fin. Como te iba diciendo, tus ojitos y tu pelo dorado, mis nietos saldrían bellos bellos, como la abuela, o como lo fue en sus épocas porque anda a saber que en mis tiempos daba la hora. Sino mire mis caderas, vamos, tóquelas, ajá, así, déjese llevar, hijo, que no muerdo. De joven eran más anchas y paraba el tráfico cuando las movía. Así conquisté a mi marido. Hicimos el amor en el cuarto de mis padres, lo recuerdo, y no me haga caritas que estás en edad para saber que es el sexo, y obvio yo era virgen. Luego fuimos al cuarto de mis hermanos y lo hicimos de nuevo. No había nadie en casa esa noche, fueron todos a una fiesta de un familiar. Mira que bien lo hacia. Uy, creo que el alcohol me hace hablar tonterías. Tú, hijo, eres virgen.


-Pues...


-Seguro que no. Cuantas mujeres no querrán tenerte. Lo supe el día en que te conocí, recuerdas, cuando no tenías ni un centavo y te morías de hambre, te fié, fuiste puntual a pagarme, y las viejas de los otros puestos te miraban como pan recién salido del horno. Si no se te lanzaron fue porque estaba yo ahí. Viejas putas. No tiran, sabes, me lo contaron, sus maridos prefieren tirar con otras que con ellas.


-Creo que ya es muy tarde.


-Si, si. Solo un vaso, ya se acaba. Como te decía, mi hija quiere contigo, y creo que es virgen. Carajo, debo dejar de hablar tantas ridiculeces. La cerveza siempre me hace decir lo que no quiero. Uy, tengo mucho calor, me sacare algo porque si no me muero.


-Ya me voy.


-Un segundo- lo detuvo con una mano en su pierna, le preguntó si hace ejercicios y luego subió más su mano. Estaba intranquilo, temeroso, la vieja desdentada iba por un rumbo extraño y eso le olía mal. Entonces ella se acercó hasta sus labios y cerró los ojos. Él, al tenerla tan cerca, se preguntó si gritar y correr seria la mejor opción, o echarle agua helada. La vieja se acercó más, sintió el olor a cerveza y cigarrillos. A la mierda. Inclinó su rostro y se encontró con los labios de una señora si dientes y con ansias de tenerlo esa noche, y quien sabe cuantas mas, en su cama.


-Ay, dios mío, qué hago. Usted podría ser mi hijo.


-Lo siento mucho, señora. Mejor me retiro.


Se puso de pie y caminó hasta la puerta. Estaba convencido que podría retirarse y pensar en donde encontrar otra vieja -con más dientes y sin hijas- que le pueda fiar para la mañana. La mujer no pronunció ninguna palabra hasta que escuchó abrir la puerta, volvió el rostro y le dio el alcance antes que aquel hombre con ojos celestes se le escape. Bordeó sus brazos en el cuello del joven. Quería luchar para huir, recuerda, debía hacerlo porque, de lo contrario, seria su fin. No quería tener sexo con ella. Sin embargo, ya la estaba besando y agarrando sus senos, su cuerpo, su pelo desordenado y rizado y negro; ya retrocedía hasta el sofá y recibía en sus piernas a aquella señora que le salvaba del hambre. Quizá por gratitud o afecto; tal vez porque necesitaba tener algo con alguien si no se volvería absolutamente loco -más que esa señora y su familia-, y porque ella cogia su entrepierna como nadie y buscaba con su boca con el esmero y dedicación que nadie -ni las mujeres en el burdel, ni sus primas en sus cuartos, ni las empleadas de sus padres-. Todo esto en suma significaba este momento. Por ello, se despojaba de su polera, del pantalón; y ahora de la señora, que con su lengua exploraba terrenos antes no explorados. Ella buscó su sexo, se puso de pie, y, ahogando un grito, dejo que el joven entre en ella hasta lo más profundo de su cuerpo. La mujer amaba el cuerpo del joven, sin darse cuenta que él perdía rápidamente el sentido a la ocasión. Entonces el joven olfateo los olores del cuerpo de aquella mujer, quiso evitarlo e irse. Movió la pelvis a una velocidad moderada con la intención de terminar de una vez por todas, mientras su pareja le pedía no se detenga, por favor, sigue así, ay, Jesús, así era como se sentía, dios, mátame de una vez, señor. La odió y por eso obedeció sus peticiones. No terminaba. Supo, en ese momento prolongado, que por más que su cuerpo le mande detenerse, permanecería aquella imagen toda su vida.


Se hizo con agua fría y bañó su cuerpo con insistencia. Olía a ella, a esa, y lo detestaba, y se detestaba. No sabía creer a lo que había llegado. No lo deseaba, además. Pero todo estaba hecho y ya era demasiado tarde. Su vida era un fracaso al igual que la noche anterior. Necesitaba bienestar y no lo encontraría sabiendo que, a pesar de haberle hecho el amor a la vieja, se casaría con una esquelética con cara de nomo y que, por un demonio, lo esperaba esa noche, como había quedado con la vieja bajo amenaza de muerte, para pedirle la mano. La señora le dijo se casaría o les diría a todos de su relación, él, luego de preguntar qué relación, supo que era cierto y terminaría muerto de lo contrario. Por eso esa mañana se hizo de pie temeroso y fue a trabajar. La tarde llegó de pronto, con llovizna. Necesitaba ser libre y no lo seria a menos que la vieja salga de su camino. Había tomado una decisión.

La mujer terminaba de guardar sus cosas temprano con la finalidad de ir a cocinarles a los novios. Movió el carrito y esperó se haga luz roja para cruzar. Seria un buen día y pronto tendría nietos blanquitos que no pasen lo mismo que ella. No vivirían sus miedos y el repudio de los adinerados de los patrones con caras rosadas y ojos verdes. No sufrirían porque serian bonitos y tendrían, por ende, dinero, mucho dinero, y eso le hacia feliz. Todo saldría bien. Si, estaba convencida que si.


La luz roja y la mujer cruzando con el carrito, el silbato de la policía y una moto que, sin saber de donde aparece, no respeta la señal de transito y, para colmo, se lleva consigo a la pobre mujer. Entonces las patrullas, el sonido del silbato, el joven a la fuga, la mujer ensangrentada en el asfalto. Los curiosos se paran en corro y dejan en medio a la victima. Está muerta, dicen, la mataron.

Sabe será arrestado en breve. Es consciente su vida llegó a su fin. Pero sería libre, al fin y al cabo, lo sería en el infierno, no cabía duda, o en el cielo, si es que dios llega a entender por qué la mató. Las sirenas a sus espaldas, otra luz roja que no hace caso y, a los segundos, los gritos de las personas que, sin entenderlo, ven como vuela una vieja moto con un hombre en ella producto de la embestida de un bus interprovincial.



Nota del autor: solo las calles y avenidas son parte de la realidad, lo demás, absolutamente todo, es ficción y espero sea entendido como tal. Un abrazo.

jueves, septiembre 03, 2009

Ahora qué hago?



Hay una casa, un cuarto, una cama.

Hay un corazón desesperado y otros dos esperando, impacientes, el final de todo esto, que, después de todo, solo sería el comienzo de algo.

Existe él y ella. Existe G, también. Pero G no sabe que ella espera a él. Y él, siempre tan patán e idiota, sabe G es tan lista como para darse cuenta de sus verdaderas intensiones. Él quiere decirle a ella que la ama, de verdad, créeme por favor, y que G, aunque parte importante de su vida, solo significa un recuerdo, una ilusión, un miedo, una seria de palabras no dichas y miradas no encontradas. Empero, no tiene el labor pues tiene miedo G se entere y decida irse de su lado de una vez por todas.

Ahí yace él, escondido bajo su frazada, diciéndose no te preocupes que todo se solucionara y las cosas irán por el rumbo adecuado y a ella le darás el lugar que merece. Entonces recuerda: ella no es tu novia, no sabe él la ama egoísta y apasionadamente, ignora él solo quiere tenerla entre sus brazos y, de esa forma, decirle todo lo que nazca de aquel corazón ennegrecido y endurecido por los años y los tropiezos. Él quiere dejar de llorar y no logra. Se hace de pie. Va al baño. Lava su rostro, mira sus ojos. Piensa: es hora de confesar la verdad. Si este es el final, que sea uno digno de narrar.

Hay una avenida, un hombre tocando el claxon de su carro y gritando unos que otros insultos.

Un parque, una mujer sentada, mirando algo en su celular. Puedo sentarme, le pregunta. La mujer no contesta porque no habla con extraños, ni mucho menos con hombres con el pelo desordenado. Él cruza las piernas, la mujer se aleja unos centímetros y mira su reloj. Qué hora es, inquiere él. Siete y media, contesta la mujer, solo para evitar que él vuelva a abrir sus labios resecos y no despida ese aliento cargado de licor y cigarrillos de baja calidad.

Él piensa en ella y en G. Se pregunta si podría amar a las dos de la misma manera, si ambas serían capaces de compartirlo, al menos, en tiempos separados. De esa forma estaría un poco con ambas y nos las dejaría. Se golpea la cabeza y trata de ignorar que la mujer se sobresalta ante su impulso. No sabe lo que vivo, se dice, no tiene idea lo que me pasa, eso es todo. Vuelve el cuerpo hasta ella y, en un arranque de valentía le dice: es usted, señora, muy impertinente en molestarme, con sus saltitos, de esa forma; no ve acaso que pienso en como llegar vivo para mañana, señora. La mujer, que lleva una cola de caballo en el pelo y un maquillaje ligero, no lo mira, se pone de pie y camina hasta el otro banco, mira su reloj una vez más y luego al cielo. Él se dirige hasta la mujer y dice: no sabe respetar cuando una persona habla, señora. Ay, por dios, deje de molestarme, le dice. Solo quiero hablar. Vaya y hable con otra persona. Tiene razón, piensa.

Ahí va él, sale del parque y camina hasta la casa de ella.

Hay una casa celeste y dos personas hablando en la puerta. Él mira: es ella. Ella platica con otro. Él puede ver sus ojos almendrados, y el pelo castaño que cae hasta sus hombros -y un poco más, quizá-, la media sonrisa con la que lo conquistó y los gestos propios de una princesa. Él quiere ir, créanme, pero es incapaz de interrumpirla; además ¿qué le diría? hola, vine a visitarte, pero veo estás ocupada, adiós. No puede, no debe. No se cree capaz de tanto. De todas formas, decide quedarse un minuto. Si me amas, piensa, por lo que más quieras, mírame aunque sea un segundo y déjalo todo, ven conmigo. Ella no lo mira, no vuelve el rostro, más si sonríe, si mueve los labios. Deja de sufrir y huye, se dice, corre, vamos. No, no, sería una locura, no necesito correr. Entonces camina. Da media vuelta y camina, no sabe a donde exactamente pero no importa. Y no importa porque se ha vuelto parte de su vida escapar, porque comprendió que lo suyo es la autodestrucción y no habría mejor oportunidad que ésta.
Velo ahí irse, pusilánime, incapaz de afrontar algo tan sencillo. Velo mover las piernas, abrir la puerta de su cuarto, prender el ordenador, tratar de escribir mientras escucha música y fuma un cigarrillo. Sabe que fumar le hará bien, calmara sus nervios, sus ansias. Sabe que escuchando música podrá recordar las promesas de amor que han salido de sus labios una y mil veces, promesas que, por más que lo intente, no puede cumplir. Escribe porque escribir lo tranquiliza, le da una momentánea paz. Mueve los dedos, se dice mientras digita su novela -novela donde vomita su rabia hacia la vida, la muerte, dios, el diablo, el mundo, él mismo-, muévelos y serás feliz, y encontraras consuelo.

Cansado regresa a la cama. La noche es corta y el sueño lo abandona de pronto, inconciente que él solo desea dormir un rato, solo un año o dos.
Hay un camino, un paradero de autobuses y un hombre esperando empiece su día.

El nombre de una chica en la que él estuvo interesado, ronda por su cabeza esa mañana con crueldad. Ronda ese nombre toda la mañana y la tarde. La noche llega y regresa a casa.

El mismo camino, la misma casa celeste. Ella sale de comprar. Lo saluda, le da un beso en la mejilla, le dice cómo estás. Él empieza a hablar y no sabe como demonios detenerse pues en realidad solo quiere escucharla. Su boca no lo obedece, no comprende no es su momento, es el de ella. Ahora se encuentra preguntándole por ese chico de la noche anterior.G llega a su memoria, de repente. Ella le cuenta es un amigo y le pregunta si la había visto por qué no le saludó, acaso es un maleducado. Algo muy parecido, contesta, lo siento mucho. Hablan unos minutos, luego se despiden. Él regresa a casa, convencido, esa mujer tan maravillosa no ha nacido para enamorarse de un idiota, aunque con ojos bonitos, como él. Ella ha nacido para amar a alguien mejor, con carisma y seguridad, inteligente, dispuesto a concederle sus más exquisitos caprichos y tratarla como la princesa que sabe es. Él, en cambio, tiene dudas, temores, inseguridades, no sabe si podrá hacerla feliz a ella o a G o a quien fuera. Cree lo mejor sería morir. Sin embargo, el miedo, el pánico a lo desconocido. Teme que su madre tenga razón y dios exista, le pregunte por qué has sido así y por qué no has creído en mi si todo el mundo te lo decía; no le teme a Belcebú, en caso exista el infierno, pues siente él ha sido peor. No se suicida porque quiere demasiado, y desea ser escritor algún día.

Cierra los ojos.

Le duele la cabeza.

Pusilánime, piensa. Piensa: si fueras menos cabrón seguro saldrías a la calle y le dirías a ella que quieres intentar hacerla dichosa, aunque ello sea una tarea difícil y no te sientas con fuerzas. Hazlo, te lo pido. Vamos. Sal a la calle y díselo. Termina con lo que ayer estuviste convencido de hacerlo. Olvida a G y sus palabras de retorno. Olvida te dijo que te extraña y que quiere verte. Olvida te preguntaste si es porque trabajas y tienes algo de dinero, o porque le pediste matrimonio, hace mucho, en un arranque de sinceridad. Olvida la quisiste. Deja de preguntarte ahora qué carajo haré. Deja los miedos y los complejos. Ponte de pie y escribe para tu blog, para ti, termina esa novela que lastima tu mente todos los días. Confiesa. Escucha música. Fúmate un cigarro y ya está, a la mierda, a empezar de nuevo.


Hay un hombre, un escritor, un idealista, un agnóstico, un pusilánime, frente a una computadora, amando como nunca, como siempre, a esa mujer, con el cabello castaño, que vive a unas cuadras de su casa. Ese hombre desea besarla, decirle lo que siente pues solo de esa forma sabría llegó a la mitad de todo, de su vida, de su blog, de sus fuerzas.