El ángel se volvió demonio a los ojos de su padre. El ángel aprendió que ser ángel es lo mismo que ser un estorbo, una piedra en la fina e inmaculada planta del pie de su creador. El ángel ahora es, por consiguiente, un demonio y como tal camina por el mundo, escuchando a las personas, leyendo periódicos en cada puesto, aprendiendo a ser demonio en un mundo tan competitivo como este, donde todos han sido o son recientemente desterrados y viven escondidos bajo cualquier piedra. En un mundo creado para la diversión personal del mismo que sin pena lo expulsó de su seno y ahora goza viéndolo comer papas fritas en ese puestito de la avenida La Marina mientras que él le mira las posaderas a las colegialas. El ángel acepta su nueva vida porque no le queda de otra, porque, además, comprende su error y no está dispuesto a disculparse. Entonces, camina. Camina y recuerda: era bello, importante, con una inteligencia no humana, con un don natural de convencimiento. Lo tenía todo. Todo era suyo porque todo le fue cedido. No existía el miedo ni las penas. Recuerda la felicidad, el poder, la sabiduría. Recuerda que amaba el olor de las rosas y el incienso. Recuerda el dulce sonido de las maquinas al empezar su función, el grito jubiloso de victoria, las noches donde cruzaba los cielos y era efímeramente libre. Puede sentir el viento rozar sus mejillas, la seguridad que da el saberse poderoso. Lo recuerda todo y no quiere porque ahora no tiene nada de eso, porque ahora pasa sus días deseando otras cosas, otros placeres, los mismos que ofenderían a su creador. Se sabe perdido, solo, abandonado. Oh, creador, carajo, por qué me hiciste esto.
El ángel sabe que ser demonio implica ciertas normas. Sabe que su creador se deshará de él como lo hizo ya antes de otros. Debe huir, debe buscar un sitio, un lugar donde esconderse, donde reencontrarse con su fuerza perdida. Ahora corre. Mueve sus piernas mientras mira el cielo, mientras las personas lo miran temerosos y sostienen sus bolsos y pertenencias, por si las dudas, y busca refugio cualquiera. El día avanza lento. Tiene a su favor la lentitud del tiempo al igual que las sombras de la pronta noche. No pueden hacerle daño si sabe donde ocultarse. En el pasado surcaba los cielos en busca de los demonios al mismo tiempo que otros lo hacían por tierra. Encontraba a los estorbos y terminaba con su pena sometiéndolos a un dolor superior, aunque pasajero. Por ello, debía desaparecer. Si los ángeles terminaban siendo la mitad de generosos que lo fue él con otros, su muerte sería rápida y dolorosa, le esperaría al condena eterna, el ardor perdurable en su cuerpo y el desgarro de su piel poco por poco, y cuando terminaran le aliviarían el dolor solo para volver a empezar. No se creía capaz de soportar tanto. Tampoco podría enfrentar a todos los ángeles que hayan sido asignados esa noche. Maldita sea, no debía terminar así. Debería estar echado, con los ojos cerrados y las alas estiradas, sobre la maquina y recuperando energías para cumplir por la noche con la tarea de su señor. No debería estar corriendo por esta avenida y cruzando la pista y huyendo a quien sabe donde, ni viendo el mar aparecer a sus ojos -recientemente vueltos humanos-, tampoco trepando el muro del malecón ni descendiendo hasta la orilla. Debe inclinar su cuerpo para no caerse, dejar que la tierra y las piedras rosen su mano derecha mientras desciende la pendiente. Debe seguir corriendo. Decide ir al sur. Corre mientras los autos lo golpean con el viento que arrastran, y tocan sus claxon escandalizados por la actitud de ese demente, acaso quiere morir atropellado. El ángel no los escucha ni presta atención porque si no corre tendría que caminar y esto le daría una desventaja aun más grande de la que tiene. Debe correr por su vida, por su nueva vida, para ser más precisos, pues la de antes no se podría considerar una por no tener comienzo ni aparente final, aunque ahora las cosas eran distintas. De todas formas, puede morir. Puede hacerlo como cualquier humano común. Puede morir arrollado por un automóvil; quizá sea la mejor solución, se daría la satisfacción de saberse muerto por la mano de una persona normal y no por las garras de un ángel o el fuego de otro demonio todavía más poderoso. No hay solución. Sin embargo, el miedo no lo deja suicidarse. Si debe morir, piensa, lo hará peleando.
La noche emerge cuando no es deseada. La luna se muestra bella sobre la cabeza del ángel. Se ha cansado de correr, su vida humana no le proporciona la fuerza de antaño. Quiere comer algo, beber agua. Cruza la pista y hunde sus pies entre la fina arena. Ingresa al mar. El agua está fría. La bebe, asqueado, por un momento. Antes beber cualquier tipo de agua no le causaba tanta repugnancia, ahora, sin embargo, no resiste el sabor; la escupe, vomita. Entonces el ángel vuelve sus rodillas sobre el mar y llora por primera vez, golpea el suelo y se castiga porque se sabe culpable, merecedor de tamaño dolor, de tanto abandono. Mira el cielo, vuelto en lágrimas, quiere decir algo pero no se atreve, no puede revelarse más. Moja su cabeza mientras solloza y masculla insultos que terminan siendo ofensivos hasta para sus propios oídos. Quiere resignarse a su muerte de una vez por todas y dejar de amar tanto la vida y la libertad. Quiere no llorar. Quiere no escuchar los aplausos de alegría de aquella pareja que acaba de cruzar por sus espaldas. Vuelve el rostro: están abrazados y tienen una lata de cerveza cada uno en sus manos. Cállense, grita. Oiga usted, lo señala el varón, ahogando una risa, no respeta usted la alegría ajena. No respeta usted la pena ajena, pregunta el ángel. La mujer suelta una risotada, le da un beso a su pareja haciéndole reconocer su derrota. No es culpa nuestra, contesta, sin embargo, el hombre. El ángel se vuelve de pie. Recurre a un buen puñado de agua para mojarse el cuerpo y, una vez empapado, sale del mar y apunta con su índice al hombre; le dice que se largue, que no quiere discutir. El hombre no dice nada, lo mira, parece querer caminar pero no puede, sus piernas no le responden. La mujer le pide irse, lo empuja del brazo, dice su nombre una y otra vez. El hombre mira al ángel y parece ya no sonreír, no respirar siquiera. El ángel avanza y le pide, por favor, una vez más, se vaya. Sin embargo, no puede moverse, sus pies se encuentran clavados al suelo, y esto desespera a la mujer que ahora grita y lo golpea y le pide por lo que más quieras, amor, arroja su cerveza y le dice al ángel que no se acerque, que ya se van. El hombre parece reaccionar de repente; en vez de ir por donde le indica la mujer va directo al océano y entra al mar y lucha con las olas y sigue ingresando ante los sollozos y gritos de su novia, luego desaparece y no vuelve a salir. El ángel sonríe, no lo he perdido todo, se dice. La mujer llora y quiere salvar a su novio. El ángel, quien antes no miraba a una mujer de esa forma, le descubre belleza. La belleza lo inquieta, le quita el aire, lo vuelve débil de nuevo. No puede seguir con ese dolor. Camina a ella, no le dice nada y busca sus labios. La mujer le da una bofetada y quiere escapar, pero el ángel la sostiene y la trae consigo. Busca su olor, que luego lo embriaga, lo lastima. Se hunde con ella en la arena y mientras ella lucha por escapar él la posee y desgarra su ropa y besa su cuerpo, su busto, su sexo, su pelo. La tiene y no la deja porque sabe que de lo contrario volvería a la infelicidad. La hace suya e ignora sus sollozos y suplicas, sus lágrimas y que empieza a ahogarse por la subida de la marea. Ignora todo eso para entrar en ella y hacerse con su cuerpo. Una vez dentro quiere seguir el camino, su fuerza vuelve, entonces, poco a poco, mientras daña a la mujer y su sangre mancha las aguas de aquel mar silencioso. Nadie es testigo de aquello, nadie escucha ni acude a la ayuda de la mujer, ni sienten compasión por ella porque no llegan a sus oídos pues el ángel aprendió a ahogar sus gritos de asco, rabia, pena, resignación a la muerte. Se levanta. El cuerpo de la mujer flota sobre el agua y la sangre se esparce entre sus pies. Se encuentra bien, una vez más, fuerte como antes, como siempre. Entonces mira el cielo y apunta al dios que creyó suyo y único y le dice no lo eres, miserable, no seré tu sirviente, no seré tuyo como esta mujer que fue mía, solamente mía, y no pudiste calmar sus sollozos, su pena, pues su muerte fue lenta mientras mi placer eterno. El cielo se ilumina, de súbito, las nubes dejan salir a los ángeles que ahora buscan al demonio y apresuran su muerte sin saber que, claro está, es solo el siguiente paso, acaso el más importante. Descuartizan su cuerpo, arrancan uno a uno cada miembro de él y luego lo arrojan al mar. Empero, dios había cometido el peor de los errores hacía cientos de miles de años: crear el alma.
Continuará...