Lima.
Casa.
No hay nada como salir de casa, eh. Piensa: si las circunstancias son favorables regreso en un año o dos. ¿Y si no? Dos o tres días. De una forma u otra la suerte está ya echada a su favor: viajará muy lejos para concretar unos negocios. Es decir, no solo escapa de la triste monotonía en la que vive desde hace poco más o poco menos de diez años, olvidandose de las combis asesinas, el tráfico de la capital, la contaminación, los borrachos del bulevar, las viejas cucufatas que se tapan la boca cuando se fuma un cigarro o le agarra las posaderas a su chica de turno, sino que, además, concretará el negocio de su vida. Una vez firmado el documento dejaría todo en Lima y correría a una ciudad menos caótica, hipócrita e infectada, una donde pueda agarrarle el culo a su chica, fumar un cigarro, meterle cuarta al Honda negro que se compró en navidad pero que no puede conducir porque su licencia ya expiró y ser quien quiera ser. Dejar la casa será el primer paso a una nueva y mejor vida, piensa.
Costa Verde.
Un amigo le dice que la ruta más rápida para llegar al aeropuerto desde su casa es por la Costa Verde, esa extensión de poca luz, de asfalto y arena que hace las veces de avenida y campo deportivo al lado de las playas limeñas, donde lo único atractivo que puedes encontrar son esporádicas discotecas, bulevares, restaurantes carisimos y decenas de autos con adolescentes borrachos o drogados o las dos cosas que fornican escondidos en las sombras de la noche o dentro de los autos. De día, recuerda, la cosa es distinta: los bañistas y surfistas que pululan son amos y señores, volviendo lo que podría ser un lindo espectáculo visual en una autentica anarquía: basura por doquier, botellas de cervezas, condones usados y arroz con pollo. Claro, se dice, eso depende de la playa y el distrito donde te ubiques. Hay caras más bonitas que otras, ¿no?.
Puede ir más rápido, le ruega al taxista. El tipo, blanco y de barba poblada, parece no escucharlo. Señor, el avión me deja, miente. Joven, no es bueno apresurarse, le contesta, por fin, con voz ronca, chupando algo de sus muelas y botandolo por la ventana. El tipo sube el volumen de la radio y cambia de velocidad. Al final parece que le hizo caso. Gracias, le dice.
Trafico.
Cuando el taxista barbudo, quien no para de cambiar de estación, decide de una buena vez apresurarse ya debe salir de la Costa Verde y tomar la ruta hacia la avenida La Marina para, posteriormente, entrar a Faucett. El camino hasta La Marina es simple, a esta hora de la noche -10 u 11, quien sabe cuando no se quiere saber nada con la hora. Aunque, por si las dudas, mira su celular por si debe seguir mintiendole al tipo- el transito está libre. Llegaré antes de lo planeado, piensa. Tomaré un café y leeré un par de revistas para matar el tiempo, se anima. Piensa: para las 2 de la mañana estaré volando rumbo a una nueva vida. Sonríe, de pronto, convencido que las cosas le saldrían, efectivamente, tal y como las había planeado. Le parece que todo se ve bien, que todos son menos feos, que hasta la luna se ve muy bella esta noche, que hasta el taxista barbudo es un tipo genial, y aunque escupa un liquido negruzco que saca de sus muelas y contamine con eso las pistas no le importa porque ya no caminará más por esas calles.
Joven..., lo interrumpe, sacándolo de su ensimismamiento. Parece que hay mucho trafico por aquí, que le parece si doblo en la siguiente para cortar camino, joven. Este gesto de confianza lo conmueve tanto que le dice que haga lo que crea conveniente, que es el profesional de las calles y que quien más podría llevarlo con velocidad en estos momentos. El tipo, mudo por sus palabras, pisa hondo y sigue la ruta planeada.
El taxi amarillo recorre con velocidad las calles desiertas de Magdalena y San Miguel hasta que cruza La Marina para tomar un atajo -este es nuevo, joven, nadie lo conoce, sabe- y se estanca por unos minutos en una intersección. Él no mira en qué intersección el taxi se atascó porque tiene la corazonada que no volverá a pasar por ese lugar -no se preocupe, ahorita pasamos-. Y pasan -ya vio-. Dos metros: una curva, y en ella un nuevo semáforo -no pasa nada, joven-. Dos minutos. Diez más -no pasa nada, joven-. El tipo saca su periódico: es de dos días atrás. Quince minutos. Avanza dos metros. Diecisiete minutos -sabe qué está pasando, señor-. Veinte minutos. Avanza unos metros y no se detiene pero él siente que caminando es más rápido -estas calles nunca son tan lentas, joven-. Otra curva y no sale del trafico -tal vez sea una protesta, joven-. Los claxon de los carros, la gente baja de los autobuses: cinco para las doce -que coño pasa, señor-. El auto avanza lentamente y cuando quiere desviarse otro se atraviesa, pero el taxista barbudo igual quiere ir por ahí y no ve el Toyota negro que va en esa misma dirección: mierda, nos chocamos, joven.
Tarde.
A priori, la situación en la que se encuentra es bastante delicada. Por un lado, el taxista barbudo se enfrasca en una batalla campal contra el anciano del Toyota negro, quien, instantes después, es secundado por una mujer embarazada -mire mi estado, nos quiere matar o qué-, una mujer de igual edad que el conductor del Toyota -es un inconsciente. Mi marido no pagara los daños- y un niño que no deja de gritar que quiere ir al baño -mami, no aguanto...mami, mami...-. A posteriori, también.
Deslizándose con la misma sutileza con la que se ha deslizado toda su vida se retira de la escena, le deja unos billetes al taxista en el asiento y, zigzagueando, serpenteando, tapándose oídos, boca y nariz, sale del trafico. Vuelve el rostro y piensa: estos hombres no salen de aquí hasta mañana. Feliz porque ha superado lo más difícil del día y porque tan lejos del aeropuerto no está, camina a una avenida más despejada para encontrar otro taxi. Afortunadamente no tiene mucho equipaje. Tiene pensado comprar ropa allá. De pronto, el celular: dime, Martín. Hermano, a qué hora llegas. No entiendo. Al final, te vine a despedir con Lucero, hombre, somos hermanos o no. Si, contesta. Ya estás en la zona de embarque o qué. Ni hablar, Martín, aun faltan dos horas para que salga el avión. Creí que salias a las dos. Si, por qué, pregunta. Son más de la una, asegura Martín. Pero que... No termina la frase, mira el celular, recuerda: mierda, cambie la hora para joder el despertador (vieja costumbre para engañarse a él mismo. Un mal día para hacerlo, piensa).
Jorge Chávez
Los hombres estamos llenos de manías, de cojudeces que para las mujeres son triviales, infantiles o poco importantes. Esas cojudeces y manías nunca son un obstáculo para ser felices. Es más, son esas cojudeces y manías las que nos mantienen con vida en este mundo con tantos hombres y pocas mujeres -aunque las estadísticas digan lo contrario-. Él hoy tenia una lección importante que aprender: cojudeces y manías solo en horario de oficina.
Había reservado su pasaje vía telefónica y depositado en la brevedad la suma estimada a una vieja amiga que trabaja en una agencia de viajes. Cuando llega al aeropuerto la chica de ojos negros y cabello recogido que amablemente atiende en la ventanilla de LAN se encuentra con un ogro que desea salir de su país aunque sea lo último que haga. Ya están abordando, señor. No le parece esto del todo cierto, pero aun así le ruega a la señorita que lo acepte, que su mamita esta muy grave, que debe irse si o si, que porfavorcito, señorita, que qué bonitos ojos tiene, va al gimnasio. Se despide, por fin, de Martín, su amigo, y Lucero, la novia de este, con un breve abrazo. Pasa migración, olvida quitarse la correa. Vuelve a pasar. Corre a zona de embarque. Es el último de la fila.
Para finalizar, avión.
Antes que recuerde que le tiene miedo a las alturas una señorita se sienta a su lado y le pregunta si los baños son cómodos pues no se siente muy bien. No espera la respuesta porque el jefe de vuelo ya anuncia que deben abrocharse los cinturones. Entonces, se abrocha, toma una pastilla, acomoda su asiento una vez el avión esta en el aire y, optimista nuevamente, piensa: próxima parada, Santiago de Chile.