|
La foto es de la maravillosa escritora rusa Liudmilla Petrushévskaya. No encontré otra imagen que represente mejor la historia. |
Estoy decepcionada de ti, Jota. Así como
escuchaste. Oh, por favor, no me mires de esa forma como si yo tuviera la culpa
de algo. Deberías estar pensando, más bien, en cómo salir de la situación en la
que te encuentras, porque si te vieras en un espejo lo maltrecho y desarreglado
que andas, no podrías creerlo. Aunque, si lo pienso con un poquito de calma,
segurito terminarías por echarme la culpa. Ni más me faltaba.
Como te iba diciendo... ¿Qué te iba
diciendo? Oh, claro, te ves muy feo. Mira tu pelo lleno de polvo y tierra y
estas manchas rojas que me desesperan, y que por más que trato no logro
sacarlas con la mano; de repente si busco una toalla con algo de agua. No, no
¿por qué habría yo de pararme para hacerte más favores? Es tu turno de ocuparte
de ti. Te he mal acostumbrado y ya debes ir aprendiendo a ser autosuficiente
porque no te voy a durar toda la vida, y si no lo haces desde ya, vas a
terminar muy mal. Ya deja de mirarme, te digo. Levántate mejor que ya amanece. ¡Ay!,
cierto, hoy me tocaba ir a comprar el pan. Mira donde anda mi cabeza que olvido
eso tan importante. Sí, sí, Jota, querido, dedico mi tiempo en pensar tonterías,
pero debes saber que perderte me causa mucho daño, y no podría imaginar que
otra te hace feliz. Sé que no debo empezar con lo mismo de siempre, pero eres
tan perfecto. Ya, ya, deja de acusarme con la mirada, Jota, voy a intentar ser
menos celosa y más paciente contigo.
Recuerdas cuando éramos enamorados y me
escribías un poema cada semana, decías que era tu luz, tu sol, tu luna, tu todo
y yo te miraba y te besaba. Recuerdas que me prestabas libros (que al final
nunca terminaba de leer) y me llevabas a pasear a la Plaza Manco Capaz, y a
librerías, y me decías que querías ser escritor pero que no te sentías con el
talento necesario; sin embargo, échale ganas, te decía, tú puedes. Luego
viajaste a Argentina a estudiar literatura en la universidad de Buenos Aires.
Me dejaste, recuerdas. Escribías esas cartas tan románticas, primero, a diario,
semanal, mensual; y luego yo tenía que llamarte y escribirte y preguntarte cómo
te iba, si estabas bien, si necesitabas algo. Me decías: no, bebé, todo bien.
Yo te creía porque te amaba, sabes, te quería al extremo que me desnudaba
frente a la cámara web y cumplía al milímetro cada capricho sexual que hayas
tenido en ese momento. Me decías que necesitabas estar conmigo, que te tocabas
todas las noches pensando en mí. Eso me ruborizaba, pero me ponía contenta
porque sentía que era parte de tus noches, de tu vida, de tu existencia. Que lindos momentos. Yo pasaba los días estudiando
enfermería en un instituto en la avenida México. Tenía veinte años y tu
veinticinco, recuerdas. Soñaba que viajaba para la Argentina a reunirme
contigo, hacíamos el amor en tu cuarto en Tigre y regresábamos juntos al barrio.
Estaba tan enamorada. De acuerdo: tú también me amabas. Estábamos tan
enamorados. Oh, claro que sí, hasta parece que ya estás sonriendo.
Cuando regresaste a Lima habían pasado siete años. Te esperé en el aeropuerto.
Nunca llegaste, me dijiste que habías tenido un percance. Al día siguiente, fue
lo mismo. Llegaste a las dos semanas. Me llevaste a un hotelito en la avenida
Manco Capac. Antes de ir a casa de tus padres para darles la sorpresa, almorzamos
comida arequipeña en el Chaucalla. Esa noche me ofreciste matrimonio. ¡Oh, dios!,
ahora que soy vieja cómo recuerdo esos momentos tan lindos. Eres mi musa,
decías, sin ti no puedo escribir. Conseguiste trabajo como profesor de
literatura en un colegito cerca a Matute. Es provisional, me dijiste, ya pronto
publico una novela. Nos casamos por civil a los dos meses, fuimos de luna de
miel a Buenos Aires, me llevaste a Caminito y muchos lugares lindos. Cuando
regresamos seguiste escribiendo tu novela. Un amigo tuyo te ayudó a publicarla.
Fuimos de gala a la presentación en una librería muy conocida. Con el dinerito
que te dieron alquilaste una casa en la avenida Arriola, no puedo dejar mi
distrito, me dijiste, es parte de mí; y yo estaba de acuerdo porque yo también
había nacido y crecido aquí. Decidiste vivir una vida de escritor mientras yo
decidí vivir una vida de madre. Dejé mi trabajo de enfermera para dedicarme a
los hijos que iban llegando. Nunca estuve más feliz que en esas tardes en la
terraza, tomando una coca colita con bastante hielo y escuchando música. Eras
joven, fuerte, te sentías capaz de conquistar el mundo. Hasta salías todos los
domingos a jugar al futbol con tus amigos. Eras feliz, y yo también porque te
tenía a mi lado.
Mírate ahora, Jota: viejo, casi sin cabello. No te me eches la culpa, sabes que
lo único que hice toda mi vida fue dedicarme a ti. Fui una madre ejemplar y una
compañera dedicada. Traté de que me vieras siempre como una mujer atractiva,
por eso gastaba dinero en ello, y te hacia feliz, lo sé, ir vestida como una
reina. Dedicaba mis energías a hacerte feliz en la cama, y cuando estuvimos en
esa maldita época y no querías tocarme, te comprendía, no te hacia saber mi
molestia, mi preocupación. Te adoraba con mis caricias, con mis alientos.
Estuve contigo cuando nadie compraba tus novelas y llegabas a casa ebrio,
gritando, botando a los niños, y con olor a prostitutas; llorabas en mis
piernas mientras me confesabas haber tocado cuerpos de mujeres jóvenes en esos
sucios cuartitos de bulines, y yo te acariciaba los cabellos porque te amaba y
comprendía que lo hacías porque odiabas tu trabajo y porque no eras el escritor
que deseabas ser. Al día siguiente, no recordabas nada.
Tus ánimos cambiaron cuando conseguiste
trabajo en la universidad San Marcos como profesor. En un año y medio
publicaste dos novelas. Aún recuerdo tu brillante sonrisa al contarme que todos
tus alumnos la habían comprado, que recibías las felicitaciones de tus colegas
y jefes. No recordaste, ¿verdad?, en esos momentos, tus días de bulines y
meretrices. Seguro que nunca se lo contaste a esos señores importantes que se
emborrachaban en nuestra casa mientras jugaban cartas y hablaban de cosas que
no entendía. No te importaba entrar a nuestro cuarto ebrio, despertarme, y hacerme
el amor luego de tantos días de rechazo y abandono. Pero yo te lo permitía
porque era mi deber. ¿Ya lo has olvidado? Claro que sí.
¿Por qué no dices nada? Prefieres el
silencio. Prefieres mantener los ojos y la boca abierta, acostado sobre esa
cama. Prefieres quedarte quieto sin pronunciar ni una palabra. Prefieres que siga hablando. Prefieres saberme
perdida sin ti, como la vez que decidiste irte de la casa para vivir a la Argentina
con esa mujer que habías conocido en uno de los bares de mala muerte que
visitabas. Dejaste tu trabajo en San Marcos y huiste con ella para vivir una
vida de adolescente.
Estuviste muchos meses sin comunicarte con
tu familia. Tu hijo mayor, Luis, que ya había cumplido veinte años me
preguntaba por ti todas las noches mientras metía a sus enamoradas a su cuarto,
al igual que Miguel, Gabriel y Sebastián. Habían salido tan iguales al padre.
Sé
que me veo ridícula diciendo estas cosas de mis hijos, pero es que qué podía
esperar si tenían un padre cobarde como tú. Qué les diría para llevarlos por el
buen camino si yo lloraba todas las noches recordándote a mi lado, sabiéndome
tuya frente a esa cámara web, saboreando juntos comida arequipeña. Cómo podía
si con el paso de los días iba volviéndome más y más anciana.
Qué puedo decir ahora, si ya los años han
pasado, Jotita, si ya las cosas han cambiado. Te diste cuenta que yo te hacía
falta y por eso me llamaste esa madrugada a decirme que por favor te enviara
dinero, que querías regresar a mi lado. Yo, enamorada y ciega como estaba,
viajé con los ahorros (dejando a los niños en casa de mi hermana) y te saqué de
la miseria donde vivías. Porque debes recordar que vivías en la miseria: un
cuarto pequeño lleno de polvo y las paredes despintadas y ennegrecidas por el
paso del tiempo; una camita sin sabana y cucarachas caminando en ella. Me
abrazaste y me dijiste que te perdone, que habías sido un tarado, que te habían
engañado, que no comías desde hacía muchos días, que tus amigos escritores te
habían dado la espalda, que te diera una nueva oportunidad.
Estúpida y enamorada, te la di. Y te la di
porque te amaba, porque te amo.
Pero cómo es la vida de pendeja. A nuestro regreso, luego de dos años de paz,
nuestra situación económica empeoró y como no te quisieron recibir de nuevo en
San Marcos tuviste que aprender oficios modestos. Nuestros hijos eran incapaces de ayudarnos. El
mayor salió del país en busca de su vida y el otro se fue a vivir a la casa de
sus suegros por embarazar a esa muchachita; los dos últimos aprendieron, a
duras penas, a compartir la pobreza con nosotros.
Te daba vergüenza salir a la calle, que te
reconozcan, que digan: oh, ahí va el autor de "Memorias de una mente
distorsionada" y "El arma del desarmado" y "confesiones del
hombre pez", con martillo y clavo a reparar la puerta de su vecina, la
señito Miriam. Y no pensabas que yo tenía que preocuparme por el bienestar
familiar. No volviste a escribir. No volviste a decir nada. No volviste a
visitar prostitutas. En cambio, te dedicaste a la bebida y a la televisión. Te
olvidaste de mí, Jota.
Jota, carajo, despierta de una buena vez y
dime algo que ya me cansé de llorar y de mover tu cuerpo. Por qué no te mueves,
Jota, dime algo por favor, mi amor. No puedes estar así de tranquilo luego que
te dije todo lo que te dije, Jotita. Jotita, como te gustaba que te diga cuando
éramos enamorados. Jotita, acaso quieres verme sufrir más. Dime que estás bien,
que lo que te hice no te causó ningún daño, mi amor, dímelo para poder abrir
esa maldita puerta que toca desde hace rato y por más que intento e intento, no
logro ignorar. Oh, dios mío, debe ser nuestro hijo, que mala memoria tengo. Oh,
por favor, Jota, ponte de pie. Hazlo te lo pido. Deja de bromear, de hacerte el
interesante. Deja de hacerte el muerto...
No, no, sácate eso de la cabeza. No podrías estar
muerto sólo porque te puse ese polvito blanco en tu vaso con agua para que
tomaras tu pastilla. No te puede haber dado un infarto sólo porque lo deseé con
todas mis fuerzas luego de todas las maldades que me hiciste. No puedes. No
debes, mi amor, Jotita. Dime que no estás muerto. Parpadea, te lo pido,
parpadea y ámame antes que tu hijo entre por esa puerta y se dé cuenta que esta
mujer, su madre, que te amó tanto, acaba de matar a ese hombre, su padre.