Uno de esos días en los que se espera poco sucedió el gran
cambio en mí: había dejado los juguetes para abrirle paso a las experiencias
sentimentales. Obviamente, de sentimientos y emociones solo conocía los que experimentaba con las interminables guerras en lo recóndito de la galaxia y las
lágrimas que brotaban de mis ojos lenta pero inexorablemente al término del anime
de turno. Por ello, nada de lo vivido me ayudaría a sobrellevar lo que a continuación
pasaría. Sé que suena a excusa puesto que todos los hombres debemos obligarnos a
dejar las travesuras infantiles para emprender las más complicadas: las
mujeres.
Decía que era uno de esos días que no se espera nada. La
casa me sabía a monotonía y a café con leche y pan con mantequilla. El camino al
colegio a flores marchitas y colegialas danzarinas y habladoras. Como de costumbre
ninguna de ellas volvía la mirada hacia mí. Por Dios, tan feo no soy, pensaba. Siempre
hay un roto para un descocido, repetía constantemente rememorando las sabias
palabras de mamá. Si yo era un roto o un descocido en alguna parte alguna
señorita se daría cuenta cual mitad le hacia falta, ¿verdad? Si hasta el enano cabezón
y sabelotodo de segundo año de secundaria
había encontrado una para él por qué yo
no si estaba dejando los juguetes y hasta había permitido que la peluquera
de mis hermanas hiciera experimentos progresistas en mi cabeza con la esperanza
de mejorar mi aspecto. De repente para ellas yo era el enano cabezón y
sabelotodo del que jamás se fijarían. En ese caso, cuan amarga sabia la derrota.
El colegio conservaba la misma fachada celeste de años
anteriores y los profesores parecían detenerse en el tiempo contando las mismas bromas cada mañana, riendo igual, sin envejecer un poco. Inclusive,
me asustaba pensar que eran alienígenas disfrazados dispuestos a conquistar
nuestro religioso colegio con malos chistes y feas sonrisas. Entonces seria necesario
llamar al Gran Alexander, guerrero interplanetario con conocimientos ilimitados
en armamento intergaláctico y experto en artes marciales. Salvaría el día y se llevaría
consigo a Carol, la niña mas linda, inteligente
y alta y súper genial y popular de la escuela, para que sea su esposa y compañera en el infinito y más allá.
Ahora entiendo por que no me miraban las chicas al
pasar.
En fin.
A la hora del himno nacional del Perú siempre quedaba la
esperanza de una nueva miradita. Me esmeraba en alzar la voz y la cabeza en
busca de una señal.
Nada.
Derrotado caminaba al salón. No había esperanzas para mi. El
único consuelo aceptable era mi exagerada imaginación y las revistas de moda que
mi hermana mayor conservaba. Al menos ellas si proyectaban algo de alegría al verme, y no les importaba que las tocara mucho en lugares indebidos.
En eso pensaba aquella mañana cuando esperaba, aburrido, al profesor de turno, hasta que una vocecita susurró 'Xander' detrás de mi oreja. Casi caigo de la
carpeta ante el susto que esta picardia me provocó.
-Hola.
Era Vivian.
Como era obvio, también, su presencia me tomo por sorpresa
por lo que no supe que decir. Aquella extraña muchacha de cabello y ojos negros
parecía feliz de saber que estaba aburrido y triste de mi pésima suerte. Esta seguridad en otro momento habría logrado
por zanjar un mal día, si su sonrisita burlona y delicada no resultara tan simpática.
¿Puedo sentarme contigo?, supongo que preguntó puesto que se colocó a mi lado
cuando asentí con la cabeza. Fue rara la forma en que aquella señorita disfrutó
de mi compañía: habló poco y nunca le
prestó atención al profesor cuando llegó al salón. Dedicó su tiempo a ver y
escribir cosas en un pequeño cuaderno morado. Mamá me había enseñado a nunca
ser chismoso, por eso ignoré qué tanto la entretuvo. De lo único que fuí consciente
es del aroma dulce, a uvas, creo, o quizá a fresas, que brotaba de su lado.
Extraño pero sabroso. Me provocó verla y juntar mis piernas con las suyas. Se me antojó nunca dejar de mirarla y
sentirla a mi lado. Y por más que los otros alumnos no dejaran de burlarse por nuestra
repentina cercanía y hasta causara cierta suspicacia en el maestro, el simple
hecho de saberla libre de elegirme como su compañero de asiento y regalarme
aquel aroma me volvió el hombre mas afortunado del planeta.
De repente todo acabaría
esa misma mañana y ya para el día siguiente este tema quedaría completamente cerrado. No me importó. Por más que no hubiera un futuro para nosotros y se prolongara eternamente mi carencia
de afecto femenino, ese momento quedaría en nuestra memoria por el resto de nuestras
vidas. Recordaríamos siempre que alguna vez nos pertenecimos sin tapujos ni
temores ni malas intenciones.