Efectivamente, nací con dos pies izquierdos. No es una
confesión, ojo. Es una declaración
sincera, como la que hacemos por amor o por presión. Y qué importa si me
insisten por ahí que de pequeño movía los pies como trompo al son de la rumba.
No me acuerdo de eso, al fin y al cabo. Supongo que ya superé el trauma. Además, las personas que me conocen saben muy bien que no me gusta bailar.
Como todo en mi vida –o casi todo-, no ha sido una decisión tomada a la
ligera. Me costó unos años aceptar que talento
para la expresión corporal y movimientos de caderas circulares no tengo ni
tendré. Aceptarlo no fue tarea fácil. Pero en el camino de aquel doloroso
descubrimiento de ‘negación’, primero, ‘resignación’,
segundo, y ‘aceptación’, tercero y
finalmente último, encontré distintas personas optimistas y alegronas que no
dudaron ni por un instante en introducirme en la titánica y esplendorosa
materia de ser bailarín de reuniones y
discotecas. La misión principal era no quedar mal en las fiestas.
Sin embargo, pocos minutos pasaron para que dejaran de lado esa loca tarea. 'Eres un caso perdido', terminaron por decir.
Creo que con Amelia, mi hermana, la cosa fue distinta. La recuerdo levantándome
un sábado muy temprano en la mañana para pedirme que la acompañe hasta la sala
porque me enseñaría a bailar aunque sea lo último que haga en su vida.
-No me gusta bailar- le había dicho.
-Cuando eras más
pequeño bailabas mucho y hasta en tu colegio sales en las actuaciones a bailar.
Estrella dice que no lo haces mal.
- Estrella está loca y ya no soy un niño- sentencié, impertérrito.
De poco o nada me sirvió. Cuando Amelia estaba convencida de
algo no había poder en el mundo que la hiciera echarse para atrás. Entonces,
resignado ya a vivir una clase de baile intensivo con mi hermana, la acompañé hasta
la mitad de la sala.
Escogió una salsa.
Me paró frente a ella
y me pidió que la siguiera.
Con el ‘un, dos’ y ‘un,
dos’ no me fue nada mal. Amelia sonreía ampliamente. Tal vez si lo estaba
logrando. Era razonable que muy en el fondo yo tuviera cierta pasta de bailarín
puesto que toda mi familia se divertía durante horas y horas moviéndose al ritmo de la salsa de Héctor
Lavoe, y las exageraciones de ciertos salseros que aparecían a diario en las
radios y programas de televisión.
Yo también sonreí.
-¿Y con esto podré conquistar a las chicas? – le pregunté.
-Por supuesto.
Mi mundo se desmoronó cuando me dijo que era momento de
moverme. Con los ‘más lento’ y los ‘sigue el ritmo’ perdí la paciencia. No me
sentía cómodo con tanto estrés. Por un lado era la esperanza de conquistar
corazones con pasos de baile inigualables, hacer feliz a mi hermana y cumplir
con su reto; y por otro el estrés que tanta presión junta me provocaba. Al
final, tiré la toalla. ‘Yo no he nacido para esto’, le grité.
Amelia, mi hermana, como ya lo mencioné antes, no es de las personas
que suelen tirar la toalla a la primera. Ella tenía un afán extraño de
convertirme en un chico con visiones artísticas. Por eso me convenció a aprender
ballet y danza contemporánea. Para ese momento yo seguía clases de actuación y
circo. Todo recomendado por ella, claro. Y hasta me había presentado en un par
de casting en Miraflores para ver si tenía suerte en la televisión. No negaré
que salir al escenario a representar un personaje me alegraba sobremanera, pero
bailar con mallas muy ajustadas y zapatitos extraños era el colmo de toda
exageración. Era el ejercicio máximo de la libertad que solía tener mi hermana
sobre mí. Al menos Amelia participaba conmigo en el taller. Aunque esto no era garantía
de masculinidad.
Fueron meses dolorosos.
Eran estiramientos inhumanos y saltos imposibles… ¿Cómo una persona podía someterse a tanto
dolor y disfrutar con ello? El mundo estaba loco, definitivamente; y lo peor de
todo es que mi hermanita me hacia participe de tamaño sufrimiento. Un par de
conquistas no podía valer tanto, joder. Digamos, no soy muy guapo ni
particularmente entretenido pero a esto… Amelia había enloquecido.
Afortunadamente pude salir airoso –y completo- del trance.
Con el tiempo llegó el Punk Rock a mi vida. En los conciertos
y ‘pogos’ encontré la fuerza que buscaba para escapar a las metrallas de críticas
–y miradas despiadadas - que solían darme en las fiestas por mi negación rotunda
a mover un solo pie en la pista de baile. Fue en
ese mundo oscuro que escapé de lo sicodélico y ‘normal’. Pasé al instante de ser el ‘antisocial’ y ‘aburrido’
para convertirme en el ‘chico punk’ de la familia. Olvidé mi etapa de saltitos
y mallas y dejé paso a los cabellos largos y correas con púas. Al fin todo
encajaba.
En esas anduve, si me permiten mencionarlo, hasta la maravillosa
llegada de una señorita de sonrisa eterna y mirada soñadora que no suele
pedirme que baile con ella pero que veo como vive plenamente cuando se sabe
reina de la pista. No me ha insistido intentarlo frente al mundo, pero si que probemos en privado pequeñas
sesiones de entrenamiento. Me gusta decirle que si porque sé que con eso la
haré feliz. No importa ya cuanto me niegue a aceptarlo: bailar esta en mi
presente y en mi futuro. A ver cómo me va pues…