La reunión se había realizado conforme lo coordinado. Cinco
minutos antes de las ocho de la noche del primer lunes del mes de marzo Lanz aguardaba,
con un cigarro entre los dedos, en la azotea de su casa, al mensajero. Deseaba
que las horas transcurrieran más rápido. Por algún motivo las piernas le temblaban. Tienes
que estar tranquilo, se dijo. Nada malo pasará mientras estés concentrado.
En el parque frente a su casa había unos niños entre nueve y
once años jugando fútbol. Al fondo, junto a los viejos arboles, y entre las sombras
de ellos, se veían las siluetas de cinco adolescentes bebiendo todos de una sola botella, riendo mientras
se empujaban unos contra otros. Lanz perdió sus pensamientos en la clandestina
aventura que aquellos muchachos experimentaban, preguntándose en qué momento la
vida había dejado de ser arriesgada y divertida para volverse peligrosa e impredecible.
Si alguna vez fue feliz como los futuros futbolistas del parque o como los adolescentes
rebeldes, no lo recordaba.
Cuando saboreó la última pitada de su cigarro el mensajero
apareció. Caminaba lentamente desde el parque hasta la puerta de su casa. No se
tomó la molestia de regresar al primer piso para abrirle la puerta pues él
sabía muy bien como entrar. Prendió otro cigarro y esperó silencioso que lo alcanzara.
Ante sus ojos, uno de los equipos de los niños celebraba entre gritos y aplausos
un gol.
-Espero puedas disculpar mi retraso – le dijo una voz a sus
espaldas.
Lanz volteó a cabeza ante el sonido. Su voz era rasposa y
lenta. Era alto de cara larga y morena. Llevaba un pantalón blanco y camisa
negra con el primer botón del pecho suelto, salían de ahí disparados unos vellos puntiagudos
y canosos. Solo unos segundos, le contestó Lanz, aclarándose la garganta antes.
Esperaba que te atrasaras mucho más tiempo, el anciano dijo que…
-Vayamos al grano- le cortó.
De repente, Lanz sintió que la cara le ardía y la cabeza le
iba a explotar. Trató de disimular regresando su cuerpo hacia el parque. Los
niños se iban ya a sus casa festejando
un grupo una victoria y otro, entre patadas al vacío y maldiciones sonoras, la
obvia derrota. Entre los viejos arboles los adolescentes seguían compartiendo de
la botella pero ahora se habían sumados dos mujeres de similares edades.
Vayamos
al grano, asintió Lanz.
-Está todo listo para tu llegada al pueblo. El anciano te esperará para conducirte
ante las entidades pues es necesario realizar la ceremonia de iniciación. Quieren
además probar tu fe a el Dios. Por otro lado, se han encargado de reclutar a los mejores hombres para que
marchen contigo ante los señores Miryenses a la orilla del mar negro. Pedirás comida,
espadas y portadores de luz antes continuar tu camino al castillo rojo.
-¿Cómo confiaran en mí si soy un desconocido para ellos?
-Irás en nombre del Dios y llevarás las escrituras.
Lanz no estaba convencido. La idea de emprender un camino incierto y
luchar una guerra que jamás fue suya era desde el principio suicida, pero
tratar de convencer a fieles fervientes de una religión que apenas conocía y obligarlos
a ir con él a la batalla era otra cosa. No los podría engañar.
-Muchos buscan probar primero tu valía pero es un tiempo que
no disponemos.- prosiguió el mensajero al ver que no obtendría respuesta- No podemos hacer más que confiar. He vivido más
años de los que me gustaría admitir y pelado en tantas guerras que se
terminaría la noche y no acabaría de contártelas. Y nunca he confiado en
nadie. Las victorias me volvieron arrogante. Sin embargo, una noche de verano, bebía en
un bar del pueblo junto a unos camaradas. Nos emborrachamos, y como muchas otras veces, iniciamos una pelea. En medio del alboroto el anciano detuvo mi acero con la fuerza del
suyo y lo hizo volar lejos de mi brazo. Supe que era el final. En
cambio, solo colocó la fría hoja de la espada en mi cuello y me dijo que me marchara. Hubo algo en su mirada y su voz que logró asustarme. Esa noche corrí como cobarde temiendo por mi
vida. Deje a mis camaradas atrás y no retrocedí a pesar de escuchar sus voces llamándome.
‘’ Encontré al anciano aquella mañana. Yo iba solo. Por su
parte ni siquiera se detuvo a verme. Sin darme cuenta unos sujetos me cogieron por
la espalda. Eran algunos tipos que habíamos herido la noche anterior. Cuando
estaban golpeándome en el suelo el anciano llegó y uno a uno los derribó. Antes
de irse me dio su mano de apoyo y me dijo que siempre es un buen momento para
cambiar.’’
Lanz había estado
escuchando la mitad de la historia con la vista hacia el parque pero ahora su concentración
se ubicaba en el mensajero. Pisó en el suelo lo que le quedaba del cigarro. Él trataba de convencerlo en mantenerse firme en su
decisión. Tenía miedo de equivocarse, parecía no entender. Acaso una vida
normal como la de los niños o los adolescentes era mucho pedir. Por qué todo
parecía tan difícil a esas edades y ahora tan decisivo. Un paso atrás y estaría
perdido.
-El anciano confía en ti, muchacho. – le dijo el mensajero –
Por lo tanto, yo también.
Entre los arboles los adolescentes se iban rápidamente en
distintas direcciones. Tal vez el juego para ellos estaba ya terminado. En cambio
para él a penas iba a empezar. Debo
confiar.
-Por qué seguir esperando, entonces. Hay un viaje largo por recorrer.
-Cierto, muchacho. A
donde vamos no necesitamos esta forma ni esta energía. Para emprender el camino
es necesario abandonar todo esto.
Lanz había vivido veinticinco años normales en esta vida y
lo único que conocía realmente era eso. Debo confiar, se repitió.
-Nos vemos pronto, mi señor. – Concluyó el mensajero antes
de atravesar con una bala la frente de Lanz. El viaje es largo y el tiempo corto,
pensó antes de eliminarse con la misma pistola en la cabeza.
En alguna parte del vecindario una mujer vio la escena y
aterrada corrió a llamar a la policía: dos hombres habían muerto.