Hubo una vez un chico enamorado de una chica…
De acuerdo, el ‘hubo una vez…’ es muy común.
Empezaré de nuevo.
Muchos años después, frente al viejo parque de
la urbanización Zarate, aquel muchacho, recordaría con alegría su primer
contacto con el amor.
¿Está mejor?
Está bien, muy García Márquez.
Que salga, pues, como tenga que salir.
Dedos listos.
El amor nos sorprende a todos. Nadie está
libre de ese fenómeno, de ese bichito que se empieza a sentir en la boca del
estomago – que bien se podría entender como un cólico- y sube lentamente hasta
depositarse en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestras entrañas. El
amor, siempre lo digo, es libre, no cree en los límites, ni en los miedos, en
las dudas, y hasta nos saca la lengua en momentos en donde uno dice que es
mejor y menos peligroso tener un cachorrito de leopardo en casa que un romance
en estos tiempos. El amor, repito, es así: inesperado.
De esto aquel muchacho –tal vez sea yo, o tal
vez sea usted. Ya perdí la noción del tiempo y espacio- lo descubrió una mañana
de agosto cuando salió de casa rumbo a una ‘salida de amigos’ –ignórese las
comillas, sólo es una formalidad de la editora-
con una vieja amiga de infancia. Él no estaba listo: se había levantado
tarde porque el día anterior un concierto de rock remeció los suelos limeños,
y, por supuesto, lo había mantenido despierto hasta muy tarde. Consciente de
esto, escribió en su celular un mensaje
para su amiga con las excusas del caso: ‘llegaré un poco tarde. Mamá no quiere
que salga de casa sin desayunar. Ya sabes como son las madres.’
Corrió, lo juro, temiendo que su amiga se
quedara mucho tiempo esperándolo. No es de caballeros dejar esperando a las
mujeres. Y uno puede ser muy rockero, o le puede gustar mucho dormir, pero
jamás debe dejar de ser un caballero. Por eso, fue impaciente al paradero de autobuses,
recordando los consejos de su padre, deseando que su amiga no haya llegado aún,
mirando con afán esquizofrénico la hora, mordiendo sus uñas, armando en su
mente un monólogo impecable y hasta poético de disculpas –no volverá a suceder;
mi mamá ya sabe que el desayuno puede esperar pero que tú no; mira que mañana
más calentita de invierno, olvidemos lo ocurrido y vayamos a la playa; y
etcétera; y etcétera-.
El autobús no había llegado cuando en el
bolsillo de su pantalón una alerta de mensaje lo regresó a la realidad: ‘ya
llegué’. Esa frasecita, tan simple y profunda, consiguió hacerlo sudar frío.
‘Tranquilo, doc. Ya es tarde. Ya fue’
‘¡No! Soy una pésima persona’
‘Tranquilo, doc, igual y es tu amiga nada
más.’
‘¿Si, no?’
‘Ves’
‘¡No! Es mi ex, es mi amiga. Merezco la
horca.’
‘¡Plop!’
‘¡No llega el carro!’
‘Tranquilo, doc. Mira: tu suerte está
cambiando.’
‘¡El carro!’
Subir al ómnibus, pagarle su pasaje al chofer,
ir al último asiento del fondo del carro, acomodar sus posaderas, abrir la
ventana, suspirar, lo hizo, lo juro, sentirse mejor. Tal vez su consciencia
tenía razón: sólo era su amiga. Si bien habían tenido una relación cuando eran
púberes en el primer año de secundaria, no significaba ahora que debía
guardarle un respeto exagerado. Por último, no era su culpa sino la de los
organizadores del concierto de rock que habían decidido realizar el más
grandioso y fenomenal evento musical del año justo el día anterior a su cita
con una vieja amiga -¿o ya debería decir vieja ex?-. De todas formas, ella lo
entendería. Es la verdad.
‘¡No! Qué estás hablando. Un caballero es
siempre un caballero.’
No empieces. Al final, soy yo el que está
narrando la anécdota. Déjame llegar al punto antes que los lectores regresen al
facebook.
‘Dale.’
Bajó del ómnibus, luego de diez minutos de
recorrido, dispuesto a seguir corriendo. Nada evitaría que diera lo mejor de si
para evitar que su amiga lo siguiera esperando.
Corrió, saltó, se metió por una calle y por
otra, zigzagueando, esquivando a las personas, recordando viejos atajos,
preguntándose por qué tenían que haberse citado justo frente a su viejo
colegio y no en un lugar más cercano.
Siguió por una avenida y por otra, corriendo como alma que lleva el
diablo, deteniéndose por breves segundos para recuperar el aire, luchando
contra cielo, mar y tierra en pos de la hazaña. Y nada lo detuvo hasta que, una
cuadra antes de llegar, se dio cuenta que sudaba mucho y no podía llegar así. En ese momento, fue caminando.
El colegio no era muy grande, ni muy atractivo
a la vista, pero pudo reconocerlo claramente: seguía siendo tan azul y blanco
como en sus mejores años, donde perro, pericote y gato, saltaban entre alaridos
y arregladas de corbatas para entrar a tiempo porque la puerta la cerraban a
las siete y cuarenta y cinco de la mañana. El parque seguía igual también.
¿Dónde estaba su amiga?
La encontró sentada en una de las bancas. Tal vez ahí
le había dado su primer beso, tal vez en esa banca le había dicho por primera
vez a una chica 'te quiero'. No podía recordarlo. Sólo regresó a su memoria
que alguna vez la llevó de la mano a la primera ruta del amor, de la pasión, de
la inocencia.