Escribo.
Proso poesía en medio de la obligada noche, fumando un cigarro y arrepentido de los errores que no quise cometer por temor a equivocarme, a arrepentirme de defraudarme, pero que lloraba en silencio.
Y sigo escribiendo.
Y espero la noche se haga eterna, olvidando las lágrimas que no llore y ahora dejo escapar cansado de hipocresía.
Y escribo.
Y escribo mentalmente su nombre, ahogado en sus besos, mientras las letras se hacen conmigo. Y me dejo llevar pues la única manera de amar es llorando y amando y odiando las limitaciones del cuerpo y el tiempo.
Escribo, entonces.
Escribo porque escribir es lo primero que deseo hacer antes de marchar a la muerte. Escribo estando convencido que no podré hacer otra cosa en mi vida, y que lo demás es solo el complemento del camino, el defecto de lo inevitable, el susurro de los envidiosos –críticos temerosos al arte y la aventura-. Escribo porque, según pienso, he sido bendecido (o maldecido) con ese cosquilleo en la sien y ese desenfreno en el corazón. Escribo teniendo la seguridad que no podría hacer otra cosa. Lo hago porque mi vida a sido lo suficientemente cabrona para hacerlo, por esos años en los que perdí enamorado de todas y de nadie, por culpa se ese maldito no sé qué; y, sobre todo, porque estoy acorralado, preso de ello.
Y ya no hay poesía.
Y me inspira ella.
Me inspira la vida, los años, ella, los libros, el amor, el odio, la tortura, la guerra, la paz, dios, el mal. Me inspira mi vida, llena de todo, llena de nada. Lo hago para enamorarme, para ilusionarme, para esperar, ansioso, el momento donde todo esto acabe y termine por aceptar que mi futuro es ser abogado, en el peor de los casos, o periodista, en el mejor, y uno que recibe ordenes y entrevista tanto escritores como vedettes y les dice eres lo máximo, te leo, te veo, te admiro, te añoro. Lo hago sabiendo que no soy bueno y nunca lo seré. Escribo para darle la contra a los que me dicen que mejor siga los consejos de mi madre y piense en otra cosa, que lo que quiero no es carrera y no me dará ninguna satisfacción.
Escribo porque así me lo exige la consciencia –que me obliga a ser, a pesar de todo, escritor-. Escribo porque leo. Escribo porque me gusta hacerlo. Escribo porque… porque… bueno, se me acabaron las excusas.
Proso poesía en medio de la obligada noche, fumando un cigarro y arrepentido de los errores que no quise cometer por temor a equivocarme, a arrepentirme de defraudarme, pero que lloraba en silencio.
Y sigo escribiendo.
Y espero la noche se haga eterna, olvidando las lágrimas que no llore y ahora dejo escapar cansado de hipocresía.
Y escribo.
Y escribo mentalmente su nombre, ahogado en sus besos, mientras las letras se hacen conmigo. Y me dejo llevar pues la única manera de amar es llorando y amando y odiando las limitaciones del cuerpo y el tiempo.
Escribo, entonces.
Escribo porque escribir es lo primero que deseo hacer antes de marchar a la muerte. Escribo estando convencido que no podré hacer otra cosa en mi vida, y que lo demás es solo el complemento del camino, el defecto de lo inevitable, el susurro de los envidiosos –críticos temerosos al arte y la aventura-. Escribo porque, según pienso, he sido bendecido (o maldecido) con ese cosquilleo en la sien y ese desenfreno en el corazón. Escribo teniendo la seguridad que no podría hacer otra cosa. Lo hago porque mi vida a sido lo suficientemente cabrona para hacerlo, por esos años en los que perdí enamorado de todas y de nadie, por culpa se ese maldito no sé qué; y, sobre todo, porque estoy acorralado, preso de ello.
Y ya no hay poesía.
Y me inspira ella.
Me inspira la vida, los años, ella, los libros, el amor, el odio, la tortura, la guerra, la paz, dios, el mal. Me inspira mi vida, llena de todo, llena de nada. Lo hago para enamorarme, para ilusionarme, para esperar, ansioso, el momento donde todo esto acabe y termine por aceptar que mi futuro es ser abogado, en el peor de los casos, o periodista, en el mejor, y uno que recibe ordenes y entrevista tanto escritores como vedettes y les dice eres lo máximo, te leo, te veo, te admiro, te añoro. Lo hago sabiendo que no soy bueno y nunca lo seré. Escribo para darle la contra a los que me dicen que mejor siga los consejos de mi madre y piense en otra cosa, que lo que quiero no es carrera y no me dará ninguna satisfacción.
Escribo porque así me lo exige la consciencia –que me obliga a ser, a pesar de todo, escritor-. Escribo porque leo. Escribo porque me gusta hacerlo. Escribo porque… porque… bueno, se me acabaron las excusas.