lunes, febrero 04, 2013

Sueños de verano (I)




Al final aquella noche, junto a la cama de su madre, Santiago Barrios no desearía otra cosa más en la vida que volver a ser  niño. Fueron los años lejos de casa los que obligaron a Santiago a ser quien era. Había conseguido dinero y poder. Tenia largas historias que contar sobre su pasado. Pero nada era comparable con las interminables horas que pasaba en casa viendo a su madre tejer. Al termino que cada jornada, ella le daba un beso en la frente y lo llevaba a su cuarto a platicarle de su padre. Él nunca morirá, le decía, si es que te aferras a sus recuerdos. Entonces, Santiago cerraba los ojos para dejarse llevar por las imágenes que mamá dibujaba al hablar.
Aun era un adolescente cuando la guerra llegó a su pueblo. Tenían que enlistarse obligatoriamente los hombres con edad suficiente para combatir. Las cosas iban mal en el campo de batalla, se contaba en las calles y bares. Somos un pueblo olvidado, aseguraban algunos, nunca vendrán a buscar pan y vino a un lugar que vive con hambre y sed. Todos estaban de acuerdo con eso, aunque siempre existía la posibilidad de buscar hombres y no comida ni bebida. No estaban equivocados. Por ello, la mañana donde llegaron sobre sus caballos y rompieron las puertas de las casas para sacar a todo el mundo a la plaza central, no se sorprendieron ni recriminaron. Todos debían ser participes de la guerra. Era una cuestión de patriotismo y honor.
Santiago Barrios, como todas las mañanas, había salido a trabajar la tierra junto al señor Benjamín, su vecino, donde a cambio de unas horas de trabajo recibía como pago dos monedas de cobre, queso fresco y mantequilla  y algo de leche de cabra. Cuando le llegó la noticia que habían llegado la milicia para llevarlos a la guerra todos estaban ya en la plaza. Tu mamá te anda buscando, Santiago, le dijo Juan, el hijo menor de Benjamín. Tenia ocho años y era muy despierto y fuerte para su edad. La sacaron de su casa, se la llevan con los demás, le dijo. Sin pensarlo Santiago emprendió el camino directo al pueblo, corriendo por entre la tierra y las plantas. Al llegar todos estaban ya reunidos en filas. Habían docenas de hombres a caballo rondando por el lugar, y otros detenidos con los brazos pegados a las piernas y bien erguidos, en señal de atención. Como nadie lo había visto se escondió desde la distancia para ver qué estaba sucediendo.  
-¿Esto es todo? – preguntó un hombre alto y de uniforme. Otro de menor estatura se colocó a su lado y le dijo algo en voz  baja – De acuerdo. Todos saben a qué hemos venido.  Tengo la autoridad otorgada por su majestad de llevarlos conmigo sin dar ninguna clase de explicación. Pero no me gusta que mis hombres peleen sin saber qué defienden. – hizo un pequeño silencio, esperando alguna reacción. Las caras de los pobladores, muchas de ellas cansadas del calor y la pobreza, no expresaban más que angustia y resignación. El hombre siguió: -  Cuando peleas por salvarles la vida a tus hermanos o hermanas, lo haces con mayor interés que por la de un desconocido. Y esta guerra es también para salvar sus propias vidas.
No dijo más. Hizo una señal con los dedos  y de dos en dos fueron entrando sus hombres a seleccionar a los reclutas. Los habitantes de su pueblo estaban a acostumbrados a los golpes productos de las largas horas de trabajo en la tierra, al hambre y al calor, pero nunca fueron separados de su hogar. De pronto, esta realidad se terminaba.  Fueron las madres que suplicaron primero que no se llevaran a sus hijos, luego las hermanas y por último los ancianos. De un momento a otro reinó el caos y la tristeza. No bastó mucha presión para detener sus suplicas. Mediante golpes y empujones los separaban. Entraban y salían del tumulto llevándose consigo a otro y otro, y algunos bañados en sangre por un golpe con el mango del arma o inconscientes por prestar resistencia.  Somos un pueblo pacifico, rogaban, qué sabemos de peleas. No había respuesta. Los llantos y las lágrimas se abrió paso sobre el orden y la paz que alguna vez hubo.
Santiago estaba  temblando cuando lo encontraron escondido. Trató de correr pero eran dos hombres los que lo hallaron y lograron reducirlo sin problemas. Suéltenme  gritaba, no iré a morir como ganado. Suéltame, les digo. Mientras lo arrastraban por los brazos directo al grupo que ya habían seleccionado, Santiago escuchó su propio nombre desde una voz muy familiar
.
Era mamá, pensaría, aquella noche, luego de tantos años y tantas batallas. Era mamá que no se había movido en ningún momento, que mantenía las manos juntas orando seguramente para que huyera lejos, muy lejos, ahí donde la guerra no alcanza a los hombres porque no hay nada de valor que poseer.  Era mamá besando mis pies y mis manos, cuando dejaron despedirme. Era mamá suplicando que me suelten, que me dejen ir, que soy muy joven, que ella está sola, que papá murió en la guerra también, que por favor no me lleven. Era mamá, recordaría, mientras una sutil lágrima se derrama sobre su mejilla luego de tantos años.


jueves, enero 17, 2013

Pereza



Pereza (En latín, acedia)
''Ahora es preciso que te despereces —dijo el maestro—, pues que andando en plumas no se consigue fama, ni entre colchas''.  Dante  Alighieri en la Divina Comedia.
  

El cielo me está mirando. Es de noche, no hay estrellas. La luna ha desaparecido.

¿Alguna vez me escuchaste quejando? ¿Alguna vez fui a buscarte para pedir ayuda? Si acaso moría disfrutaba de la resurrección. Si acaso caía lloraba en silencio y seguía adelante. 

Cómo puedo entonces sentirme culpable o triste o solo si cuando salí a  buscar vida no lo hice por necesidad ni nostalgia, sino porque quería hacerlo, porque esa mañana o tarde o noche no se me ocurrió más que recordar que respiro y me tengo una deuda pendiente. Qué importa si olvidé las tareas, si las dejé de lado, si dediqué tiempo a dormir y ver animes. ¿Acaso fui a buscarte para pedir consuelo? ¿Acaso alce mi voz para que la escucharas?

No hay nadie en casa. Mamá se fue. Papá no volverá. 

Parece que estar solo esta bien.  

Un cigarro, música y mis pensamientos. 

Una copa de ron con Coca-Cola, y millones de imágenes que vuelan sobre mis ojos mientras se hacen con la ternura que sentí y perdí los años en los que enamorado anduve.

Las metas que tracé y los trabajos que acepté. Fotografías que no buscaré y llamadas que no haré  

El teléfono que no sonó.

Esa maldita dulzura clavada en el corazón. 

El rechazo. 

Las líneas que no crucé. La casa que no compraré. Los libros que nunca leeré.  Los saludos que me guardé.

Los besos que nunca di. Los viajes que viví en sueños que nunca recordaré. 

La bilis en la garganta. Las palabras que sobran. 

Los te amo que no escupí. Los años de rechazo. 

La desgana. El conformismo. La mierda al cuadrado. 

La basura que no saqué. La cama que no tendí. 

Los ejercicios que no hice. Las palabras que no dije. 

Los amigos que perdí. Las fiestas que no fui. Los abrazos que no pedí. 

La guerra que nunca combatí. Las mierdas que me guarde. El dinero que no gané. 

Los zapatos que nunca me compré. 

Las lagrimas que no deje escapar. El sexo que no tuve. 

El odio, la pereza, la transparencia y la hipocresía. La monotonía y la manía. 

Las heridas y las puñaladas. 

Mamá despidiendo a papá. Yo, debajo de la cama, golpeando el piso con la cabeza. 

Las metas que no llegué. 

La maldita noche sin la maldita luna. Y con todo, acaso alguna vez me fui a quejar contigo.   
  

sábado, enero 05, 2013

Ficciones (I)



La reunión se había realizado conforme lo coordinado. Cinco minutos antes de las ocho de la noche del primer lunes del mes de marzo Lanz aguardaba, con un cigarro entre los dedos, en la azotea de su casa, al mensajero. Deseaba que las horas transcurrieran más rápido. Por algún motivo las piernas le temblaban. Tienes que estar tranquilo, se dijo. Nada malo pasará mientras estés concentrado.

En el parque frente a su casa había unos niños entre nueve y once años jugando fútbol.  Al fondo, junto a los viejos arboles, y entre las sombras de ellos, se veían las siluetas de cinco adolescentes  bebiendo todos de una sola botella, riendo mientras se empujaban unos contra otros. Lanz perdió sus pensamientos en la clandestina aventura que aquellos muchachos experimentaban, preguntándose en qué momento la vida había dejado de ser arriesgada y divertida para volverse peligrosa e impredecible. Si alguna vez fue feliz como los futuros futbolistas del parque o como los adolescentes rebeldes, no lo recordaba.

Cuando saboreó la última pitada de su cigarro el mensajero apareció. Caminaba lentamente desde el parque hasta la puerta de su casa. No se tomó la molestia de regresar al primer piso para abrirle la puerta pues él sabía muy bien como entrar. Prendió otro cigarro y esperó silencioso que lo alcanzara. Ante sus ojos, uno de los equipos de los niños celebraba entre gritos y aplausos un gol.

-Espero puedas disculpar mi retraso – le dijo una voz a sus espaldas.

Lanz volteó a cabeza ante el sonido. Su voz era rasposa y lenta. Era alto de cara larga y morena. Llevaba un pantalón blanco y camisa negra con el primer botón del pecho suelto,  salían de ahí disparados unos vellos puntiagudos y canosos. Solo unos segundos, le contestó Lanz, aclarándose la garganta antes. Esperaba que te atrasaras mucho más tiempo, el anciano dijo que…

-Vayamos al grano- le cortó.

De repente, Lanz sintió que la cara le ardía y la cabeza le iba a explotar. Trató de disimular regresando su cuerpo hacia el parque. Los niños se iban ya a sus casa festejando un grupo una victoria y otro, entre patadas al vacío y maldiciones sonoras, la obvia derrota. Entre los viejos arboles los adolescentes seguían compartiendo de la botella pero ahora se habían sumados dos mujeres de similares edades. 

Vayamos al grano, asintió Lanz.

-Está todo listo para tu llegada al pueblo.  El anciano te esperará para conducirte ante las entidades pues es necesario realizar la ceremonia de iniciación. Quieren además probar tu fe a el Dios. Por otro lado, se han encargado de reclutar a los mejores hombres para que marchen contigo ante los señores Miryenses a la orilla del mar negro. Pedirás comida, espadas y portadores de luz antes continuar tu camino al castillo rojo.

-¿Cómo confiaran en mí si soy un desconocido para ellos?

-Irás en nombre del Dios y llevarás las escrituras.

Lanz no estaba convencido.  La idea de emprender un camino incierto y luchar una guerra que jamás fue suya era desde el principio suicida, pero tratar de convencer a fieles fervientes de una religión que apenas conocía y obligarlos a ir con él a la batalla era otra cosa. No los podría engañar.

-Muchos buscan probar primero tu valía pero es un tiempo que no disponemos.- prosiguió el mensajero al ver que no obtendría respuesta-  No podemos hacer más que confiar. He vivido más años de los que me gustaría admitir y pelado en tantas guerras que se terminaría la noche y no acabaría de contártelas. Y nunca he confiado en nadie. Las victorias me volvieron arrogante. Sin embargo, una noche de verano, bebía en  un bar del pueblo junto a unos camaradas. Nos emborrachamos, y como muchas otras veces, iniciamos una pelea. En medio del alboroto el anciano detuvo mi acero con la fuerza del suyo y lo hizo volar lejos de mi brazo. Supe que era el final. En cambio, solo colocó la fría hoja de la espada en mi cuello y me dijo que me marchara. Hubo algo en su mirada y su voz que logró asustarme. Esa noche corrí como cobarde temiendo por mi vida.  Deje a mis camaradas atrás y no retrocedí a pesar de escuchar sus voces llamándome.  

‘’ Encontré al anciano aquella mañana. Yo iba solo. Por su parte ni siquiera se detuvo a verme. Sin darme cuenta unos sujetos me cogieron por la espalda. Eran algunos tipos que habíamos herido la noche anterior. Cuando estaban golpeándome en el suelo el anciano llegó y uno a uno los derribó. Antes de irse me dio su mano de apoyo y me dijo que siempre es un buen momento para cambiar.’’

Lanz  había estado escuchando la mitad de la historia con la vista hacia el parque pero ahora su concentración se ubicaba en el mensajero. Pisó en el suelo lo que le quedaba del cigarro. Él trataba de convencerlo en mantenerse firme en su decisión. Tenía miedo de equivocarse, parecía no entender. Acaso una vida normal como la de los niños o los adolescentes era mucho pedir. Por qué todo parecía tan difícil a esas edades y ahora tan decisivo. Un paso atrás y estaría perdido.

-El anciano confía en ti, muchacho. – le dijo el mensajero – Por lo tanto, yo también.

Entre los arboles los adolescentes se iban rápidamente en distintas direcciones. Tal vez el juego para ellos estaba ya terminado. En cambio para él a penas iba a empezar.  Debo confiar.

-Por qué seguir esperando, entonces. Hay un viaje largo por recorrer.

-Cierto, muchacho.  A donde vamos no necesitamos esta forma ni esta energía. Para emprender el camino es necesario abandonar todo esto.

Lanz había vivido veinticinco años normales en esta vida y lo único que conocía realmente era eso. Debo confiar, se repitió.

-Nos vemos pronto, mi señor. – Concluyó el mensajero antes de atravesar con una bala la frente de Lanz. El viaje es largo y el tiempo corto, pensó antes de eliminarse con la misma pistola en la cabeza.

En alguna parte del vecindario una mujer vio la escena y aterrada corrió a llamar a la policía: dos hombres habían muerto.  

sábado, octubre 13, 2012

¿Inocente yo?




-No le puedo vender licor a los menores de edad, joven.
-Muy responsable de su parte – le dije.

La señora me quedó mirando: tenia lo ojos pequeños y la cabeza un poco grande. Esperé que continuara su perorata idealista y trasnochada hasta que los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado.

-Desea otra cosa, joven.
-No. Si, perdón: una cajetilla de cigarros.

Una vez más sus ojos pequeños ojos no dejaron de mirarme.

-Señora…
-Necesito su identificación, por favor.
-¿Cómo?
-Joven, no le puedo vender licor a menores de edad. Ahí mismo, en la puerta, dice clarito que está prohibido.
-Señora, soy mayor... Se está equivocando conmigo. Soy mayor de edad desde hace cuatro años.

Si de algo me puedo jactar es que cara de asesino o pervertido no tengo, por lo que puedo andar con la suficiente confianza que no me confundirán  nunca con un delincuente. No buscarán 'saldar cuentas' conmigo, ni me detendrá la policía para pedir mi identificación. 

Sin embargo, no todo era bueno. En el colegio, por ejemplo, representó un problema para ligarme a mujeres mayores. Pero nunca, claro está, para comprar tal o cual cosa. 

Era por ese motivo, que este nuevo hecho me dejaba un vacío insoportable en el estomago.

-Señora, me está ofendiendo-  aseguré, completa e irreparablemente ofendido.
-Lo siento, pero usted es una criatura.
-Tengo veintidós años. Mi número de DNI es…
-Nada de eso. Usted no debe tener más de diecisiete.

Con el tiempo aprendí a usar esta particularidad física como una ventaja. Mamá siempre me creía cuando le decía que me había portado bien y que las culpables habían sido mis hermanas. Hasta las chicas con las que salía solían confiar en la inocencia de mis rasgos. Podía ser el rey del mundo: solo era necesario abrir un poco los ojos y arrugar los labios para que casi cualquier cosa fuera mío. Todo me era posible. 

Los matones, también, en el colegio, confiaban darme una paliza con facilidad, y aunque solían salirse con la suya no faltó una señorita por ahí que quisiera  consolarme. ¡Bah!, que más daba cinco minutos de golpes si luego venían dos horas de besos y apapachos. Sin duda, un intercambio justo: ellos terminaban castigados –‘’Sin recreo, jovencito, para que aprenda a respetar a sus compañeros’’- mientras que yo entre las faldas piadosas de mis amigas.

Este método –me refiero a usar mis ojitos en señal de auxilio como un arma mortal- fue confiable hasta ahora: en la bodega, la doña se rehusaba a venderme unas cervezas y unos cigarros. Me hubiera ido si el siguiente puesto no se ubicara al otro lado de la calle. De ninguna manera caminaría.

- Cómo le hago entender que soy mayor. Hace seis años salí del colegio.
-Su identificación, sin eso no hay nada.
-Me lo robaron.
-Qué casualidad- sonrió, esta vez.

Joder, si que me lo habían robado… Junto con varios billetes, tarjetas y esas cosas.

-Lo juro. Sacaré una copia pronto y se la mostraré. Véndame de una vez si no quiere que me vaya a la competencia – la amenacé.

No negaré que me sentí mal haciéndolo, qué culpa tenía ella de verme como un niño.  Si hay algún culpable, sin duda sería la madre naturaleza.

-Si quiere, hágalo – contestó, impertérrita.
-Le pago el doble.

De acuerdo, había caído bajo. No obstante, nadie en este globo me haría caminar hasta la otra calle.

-¿Está seguro?

Al parecer la doña empezaba a ser razonable.

-Si- le dije.
-No lo sé… Usted es un niño.
-¡Ay, Por Dios!
-Bueno… Confiaré en usted- suspiró- no le diga a sus padres donde lo compró. Estos chicos de ahora, caray.

Una me vez me hice con las latas de cerveza pude irme en paz. Muchas gracias, le grité antes de salir del local. Muchas gracias por hacerme perder el tiempo, pensé, al final.