Siendo las 2:30 de la mañana –o madrugada, o
noche, o como lo quiera llamar el ilustre lector- me declaro adicto a escribir
de madrugada. Si le diera vueltas al asunto no encontraría una razón lo
suficientemente coherente para explicar porque la oscuridad, la soledad y el
escalofriante silencio inspiran a mis dedos, y a mi mente, a fantasear
historias que tal vez no me pertenezcan.
Tal vez sea porque se puede fumar mejor, o porque trato de descargar el
estrés del día anterior divagando en vidas que parecen ser mías pero que,
insisto, no lo son. O no lo sé.
Las manías son un poco de nosotros. Un poco de
aquello que queremos ser, o que, en una mejor, o peor, versión de nosotros, deberíamos ser. Nos introducen en actividades que no planeamos
desde el principio. Se apoderan de nuestro ser obligándonos a actuar conforme
sus exigencias. Entonces no volvemos a
ser dueños de la situación. Somos un poco las victimas de sus consecuencias.
Pero no todas las manías tienen la
peculiaridad de ser tan caprichosas pretendiendo exteriorizarse en público a
cada instante. Como las mías, existen aquellas que se sienten libres cuando
nadie está presente. En el terreno de lo oculto se mueven mejor. No por temor a
avergonzarnos –las manías no creen en estados de ánimos- sino porque sólo en la
soledad se manejan con libertad, con fuerza, y sin obstáculos. Como yo que
escribo más rápido –y no se si mejor, ese es otro punto- cuando me siento
completamente solo, cuando veo que no hay moros en la costa, cuando todo el
mundo está durmiendo, cuando sé que nadie se atreverá a interrumpirme con una
llamada telefónica, el anuncio del desayuno o la típica pregunta del ‘¿qué
estás escribiendo?’. Una vez que sé que todos estos obstáculos han sido
vencidos puedo prender la computadora, sacar un cigarrillo, y dedicarme a la
literatura –o algo muy parecido-.
Este estado no se da, por ejemplo, cuando
estoy leyendo. De pequeño, doce o trece
años, cuando empezaba a devorar esas primeras novelas que uno, al igual que el
primer amor, nunca olvida, tuve que obligarme a aprender a concentrarme en lo
que leía porque en casa, mamá y mis hermanas la llenaban con música o llamadas
de atención. En el autobús rumbo a la
escuela, aprovechaba para leer otro poco. Tarea realmente complicada ya que en
los autobuses en Perú no se acostumbra a leer porque tienes que lidiar con la
bulla de la ciudad, del mismo carro, de los pasajeros, de los vendedores
ambulantes, de la música a todo volumen y de uno que otro cantante espontáneo
que alza la voz más de la cuenta porque el chofer de la unidad se niega a bajar
el volumen de su radio para que éste cante con comodidad. Gracias a estas
dificultades aprendí a introducirme en la historia de turno con la facilidad
con que una contorsionista del ‘Circo
del Sol’ estira las piernas hacia las estrellas.
Si algo he aprendido en todos estos años de
vida sobre las manías es que todos no somos capaces de admitir que las tenemos.
No todas las manías pasan raspando la lista de la ‘moral’. Otras, no necesariamente
por ser ‘amorales’, o ‘inmorales’, son contadas a diestra y siniestra. A veces
ni siquiera se exteriorizan en un matrimonio –digamos, mi esposa tarde o
temprano se daría cuenta que me levanto a la una o dos de la mañana para
escribir- porque cuestan admitir que pertenecen a uno. Y vaya que son manías
complicadas de aceptar. Como aquellos que disfrutan de sus olores corporales
como usted y yo disfrutamos de una buena comida o una deliciosa taza de café. O
de comer potajes destinados a los gusanos o a quien sea que no pertenezca a la
raza humana. O aquellos que gustan con ver, en vez de tocar o probar o
disfrutar, de actos sexuales. Desde mi lado, que no se entienda lo contrario,
no hay ningún inconveniente, siempre y cuando sea para su deleite personal y no
afecte ni agreda a la persona que está a su costado. No soy el dueño de la ‘moral’
ni mucho menos.
Cabe mencionar, para terminar con mi intento
de introducción a las manías, que todos estamos sujetos a la posibilidad de
encontrar la paz o la felicidad en actividades que no sean semejantes con los que estamos rodeados. No es menester
vivir preocupados con lo que dirá fulano o mengano sobre tal o cual cosa.
Mientras no le hagamos daño a nadie, es válido.
Disfruten sus manías. Continuaré escribiendo.
Saludos.
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