No negaré que desde muy pequeño el fútbol se
volvió en mí un vicio irrefrenable. No había mañana en el colegio, a la hora
del recreo, que no corriera con el balón de turno –a veces era una
circunferencia real; otras una botella de plástico, una lata o un balón hecho
de papel de cuaderno adheridos con cinta adhesiva para que no se desasiera a la
hora de patearla- para ocupar la
’canchita’ antes que los mayores se apoderaran de ella. Jugar al fútbol ahí le
daba un sentido a las largas horas que pasaba –o pasábamos, mis compañeros
compartían esta idea- en clase. Nunca supe si fui verdaderamente bueno, sólo sé
que jugar al deporte rey me hacia sentir libre, completo, feliz.
El primer recuerdo que tengo sobre el fútbol
es un grito eufórico de papá: la ‘U’ había anotado un gol de los pies del
capitán Roberto Martínez.
‘’Ese es la ‘U’, hijo. Ese es tu equipo.’
Entonces no sabía muy bien de lo que trataba.
Me entretuve viendo a 20 hombres -sin contar a los arqueros, obviamente-
corriendo detrás de una pelota. Me pareció extraño ver como papá saltaba del
sillón de cuando en cuando, dando indicaciones y soltando un par de lisuras por
algo que, al parecer, no había salido como esperaba.
Al entrar a la primaria, todas mis dudas se
disiparon. En la hora de educación física, el profesor armó un par de equipos
con los chicos y nos hizo jugar con un balón que llevaba sujeto a su brazo. Mis
compañeros me animaron a patear la pelota al arco rival. Para llegar lo más
cerca que fuera posible había que dar pases con el pie a la persona más
cercana. Así comprendí lo más importante del deporte: hay que meter el balón en
el otro arco.
Con el paso de los años, mi juego fue
mejorando. La experiencia me enseñó a crear jugadas, a mirar al frente antes de
patear, a buscar la ayuda del jugador de mi equipo que estuviera más cerca. El
fútbol no era una eterna persecución del balón, sino un encuentro que había que
planear, que definir con inteligencia, con camaradería, con pundonor y coraje.
Cada gota de sudor volvía las piernas más pesadas, la respiración más dolorosa,
pero esto sólo servía como adrenalina para continuar, para luchar.
Mi lección más importante llegó en el 98, año
del mundial en Francia. En el colegio se hablaba todos los días sobre los
últimos acontecimientos, sobre el posible ganador de la copa. Hasta el profesor
de matemáticas compartía de vez en cuando sus apreciaciones. En casa, papá también
especulaba.
Como yo era mucho de jugar fútbol mas no
verlo, no tuve mayor alcance que lo que se comentaba.
No fue hasta la final disputada el domingo 12
de Julio en el Stade De France de
Saint-Denis, que pude ver un encuentro oficial de alta categoría. Lo que descubrí
ahí me maravilló. Todos en casa –y tal vez en el continente, o por lo menos en
Sudamérica- apoyaban a Brasil. ‘Nos conviene’, decían en las calles. Cómo dudar
de la capacidad imbatible de un seleccionado cuyos jugadores eran nada mas y
nada menos que autenticas leyendas vivientes: Ronaldo, Rivaldo, Denilson,
Bebeto, Cafú, Roberto Carlos, mientras que en Francia, si bien tenían grandes
figuras como Barthez, Karembeu, Lizarazu, Thuram, la mayor esperanza caía en Zinedine
Zidane.
Pero la realidad nos cayó como un balde de
agua fría. Zidane, con un cabezazo, producto por un tiro de esquina, a los 27’
de iniciado el encuentro, ponía en ventaja a Francia.
En casa, papá, mamá, unos tíos y amigos,
gritaron furiosos.
‘Esto es momentáneo’, decían.
‘Ahora Ronaldo hará de las suyas.’
No fue así. Con un pálido Brasil, Francia se
hacia con el partido. Su ventaja se alargó gracias a otro gol de cabeza de
Zidane a los 45’.
Para el segundo tiempo Brasil salió a ‘matar’.
Pero los franceses supieron mantener el marcador.
En el minuto 68 expulsan a Desailly de Francia
por una segunda tarjeta amarilla. Era el momento de Brasil.
Los remates llegaban, y la lucha seguía. Sin
embargo, los números no cambiaban. Sobre el final, el mediocampista Emmanuel
Petit ponía el 3-0 a favor de Francia, sentenciando así el encuentro y pasando
a la historia por ser campeones del mundo por primera vez.
Las molestias fueron colectivas. En casa,
parecían no creer lo que había pasado.
‘El fútbol es así’, dijo papá.
Entonces, entendí lo que quería decir: el fútbol no se rige por certezas sino por probabilidades. La vida es un poco de eso: tenemos la certeza que moriremos algún día y nada más. Todo lo que viene en el camino es una probabilidad de las acciones que realicemos, de las decisiones que tomemos. Nunca nada está dicho, siempre se puede pelear hasta el pitazo final.
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