-¿Qué Hacemos aquí, pue?
-Si bajas la voz podrás saberlo.
-¿Cómo?
-Silencio te digo.
Oculto entre los arbustos, Julián miraba expectante lo que sucedería. Su hermano le
había dicho que nunca sería el mismo luego de ver lo que él había descubierto
de casualidad. Era de noche. Las mejores cosas del día suelen suceder en
las noches, dicen en el pueblo, y el hermano de Julián, tan pegado a esta
creencia, como a todas las que se contaban, había convencido a su hermano para salir de casa, burlando la seguridad de papá y mamá.
Ahora, habiéndose encontrado ya en el sitio
donde ocurriría el milagro, ambos se ocultaban para no ser descubiertos. El único sonido claro era el del las aves
nocturnas que acudían al llamado de la luna a esas horas, silbando con
felicidad la música de la oscuridad, de la soledad, envolviendo el ambiente con magia y eternidad.
Julián, que amaba las historias de magia,
miraba asustado y maravillado todo lo que la naturaleza le regalaba. Sentirse
dentro de un cuento era una experiencia, después de todo, asfixiante,
perturbadora, y, a su vez, encantadora.
-¿Qué debo ver, hermano?
-Que se calle pues, que la espantará.
-A quien, pue…
No recibió respuesta. En cambio, sí, el dedo
índice de su hermano puesto en sus labios. Julián, entonces, buscó con los ojos
qué era eso que su hermano tenía tanto miedo espantar. Lo único que llegaba a
ver era a las aves ocultas, a las ramas de los árboles mecerse en un vaivén
acompasado y frenético por el furioso viento de otoño, a la tierra sacudirse
por los camiones que pasaban a lo lejos llenos de tomates, papas, cebollas o
piel de vicuña. A lo lejos, o a lo cerca, quizá, estaba muy oscuro para
saberlo, el reflejo de una laguna vibraba al contacto con las estrellas. Las
estrellas, incontables ellas, brillaban en el cielo, sintiéndose, ¿por qué no?,
dueñas del mundo. Y él, Julián, preciso es decirlo, sólo pensaba en regresar a casa, o ver de una vez eso que su hermano le había jurado que no
olvidaría para volver a su vida normal.
Al paso de los segundos lo siguió el paso de
los minutos; y con el paso de los minutos su angustia crecía cada vez más.
Sin resistirlo ya, le dijo a su hermano:
-Ya me voy. Papá nos descubrirá y será nuestro
fin pue.
-No seas tonto, Julián. ¡Mira!... Eh, no. No
hagamos bulla. Shhh…
Julián dirigió su atención hacia donde su
hermano le señalaba. En la orilla del
lago, ahí donde empieza (o termina) el agua, una figura se arrastraba hacia
afuera. Julián pensó que se trataba de un animal y estuvo a punto de recriminar
a su hermano por hacerlo salir de casa, y arriesgarlo a que lo castiguen de
paso, si no fuera porque aquella figura poco a poco perdía su estado animal, poniéndose de pie y colocando cada hueso de su cuerpo en su lugar, desde las piernas, la pelvis, la columna, la cabeza… Y, mirando al cielo, se
alejaba flotando hacia la luna, hacia las estrellas, dejando en su camino una
luz amarilla y blanca, la misma que se esparcía entre la tierra, las plantas,
los árboles, las aves.
-¿Qué era eso, hermanito?
-No sé, Julián. Un ángel, tal vez.
-Tengo miedo, hermano.
-No seas tonto, a los ángeles no hay que
tenerles miedo. Vayamos a casa.
-¿Y si regresa?
-Regresará.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque
aquí está su casa.
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