En medio de la batalla, Joan, cayó, de pronto,
de bruces contra la tierra.
Mientras tanto, a medio día de distancia, las
huestes del general Kroll vieron como un fuego proveniente del pueblo Mord
acariciaba las nubes tiñéndolas de rojo y negro, impregnando, además, en el
ambiente el asfixiante aroma que despiden las cenizas, el sudor y los cuerpos
calcinados. Aumentaron pues la velocidad para así repeler la invasión.
Una ligera punzada en el corazón de los
caballeros los hizo preguntarse si es que era demasiado tarde, si habían
caminado en vano durante veinte días sólo para ver morir a sus hermanos y
hermanas en manos de los enemigos. El
frío, el hambre, el cansancio, el sacrifico, todo, no valía ya la pena pues
nunca llegarían a tiempo. Por sus mentes cruzó fugazmente la conciencia de la
derrota.
-Nunca
llegaremos – se escuchó decir por ahí.
Y tras ese lamento les siguió otros y otros. Y
cuando los lamentos no bastaron para calmarlos, los rugidos de ira, impaciencia
e impotencia se hicieron tan fuertes como el crepitar de los maderos de las
casas que eran destruidas, como el olor a sangre y vomito, como los gritos
desesperados de las mujeres y los niños.
-Si el emperador nos hubiera mandado antes…
-Si la tierra no fuera tan accidentada…
-Si no fuera por esa maldita nación…
Si lo
esto y si lo otro y si lo aquello… La
furia y la pena comandaban ya en sus corazones. Algunos culpaban a la lenta
reacción del emperador cuando la noticia de la invasión en el norte llegó a sus
oídos y éste, en vez de reforzar de inmediato el flanco debilitado, quiso
entablar una negociación pacífica con el enemigo. A los caballeros procedentes
del norte no les hizo gracia pues desde muy pequeños fueron criados para
defender sus tierras a costa de su propia vida. Estaban convencidos que cuando
se derrama sangre familiar la única respuesta lógica es la venganza. El
emperador, que había viajado por mucho tiempo a occidente y que de ahí trajo
ideas ajenas a la forma de vivir del pueblo, se rehusó a empezar una guerra. Al
poco tiempo, sin embargo, más noticias sobre invasiones y muertes llegaron al
palacio. El odio del enemigo era implacable. Se puso a cargo entonces del
general Kroll cinco mil caballeros para detener la marcha del enemigo.
Otros, en cambio, culpaban a la nación
usurpadora de todos los males. Una traición como la que ellos habían tenido,
sin importarles la ayuda económica que en algún momento se les dio, era
inaceptable.
Sea cual sea el caso, el pueblo de Mord se
reducía a cenizas antes sus ojos.
-¡Malditos sean los dioses y los usurpadores!
El general Kroll, cuyo aliento se extinguía a
causa de la larga caminata y del aumento de la velocidad, pero que conservaba
aún la vitalidad y la euforia de sus años de gloria, gritó:
-Basta de lamentos y quejas. Nuestros hermanos
mueren en Mord. Conserven sus fuerzas para el enemigo.
-¡Muerte a los invasores!- corearon en
respuesta.
-¡A las armas!
-¡A las armas, caballeros!
Así, abriéndose paso entre la vegetación, y al
ritmo del ¡Bom bom bom! de los tambores, las huestes cayeron sobre el pueblo de
Mord y los invasores con todo su poder.
La resistencia aún combatía cuando los aliados
llegaron. Nada amilanó sus corazones y su pundonor, y a pesar del cansancio,
las saetas impregnadas en fuego, el filo de las espadas y el odio ajeno,
salvaron el pueblo de su extinción…
Así fue tal vez… o así tenía que ser… ¿o así
sería? Pero cómo lo sabría Joan si yacía casi inconsciente y sin fuerzas en el
suelo, esperando a sus hermanos, al legendario general Kroll y los caballeros
que darían la vida por el pueblo de Mord y sus hijos.
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