viernes, diciembre 02, 2011


La primera vez que cogí un arma tenía dieciocho años. Disparé, sin dudar, en la parte superior de su vientre. Recuerdo con asco la sangre de aquel hombre que me había acosado desde que recuerdo. Parecía asustado, incapaz de comprender cómo había llegado hasta esa situación, por qué la misma pistola con la que había asustado y herido a otros ahora se volvía en su contra. No lo dejé pensar. La siguiente bala fue a parar directo a su cabeza. Entonces, todo había acabado para él.

Regresé a casa orgullosa de haber mostrado piedad al final. Hasta ese día planeé cada movimiento, cada palabra. No tendría misericordia. O sí, tal vez. Le mostraría la misma piedad que él tenía para mí. Luego de verlo retorcerse de dolor, suplicando vivir, llorando la desdicha de saberse inofensivo y solo y débil e incapaz de salir airoso de aquel triste destino; solo cuando ruegue por morir, por irse de este mundo, le daría el tiro de gracia. ¡Bum!, maldecido. De esa manera, mi orgullo e infancia perdida a manos de él sería en algo enmendada. Quedaría solo quienes conspiraron su acercamiento. Todos se irían al infierno.
Ahora, luego de tantos años, pienso que no valió la pena perder el tiempo planeando lo inevitable. Hubiera muerto algunos años antes, cuando acababa de entrar a la adolescencia. Supe desde el principio, de alguna manera, lo que pasaría. Mamá me había dejado en Lima a merced de su hermana por irse a México a conseguir una vida que nunca logró, a un futuro que solo quedó como un curioso sueño y que terminó siendo una pesadilla. Nunca pregunté cómo, por supuesto. Pero su hermana no paraba de llorar en el teléfono la triste vida que llevaba Mamá en el DF, a manos de un hombre que la maltrataba, quizá, o que le era infiel o que la explotaba. Solo cuando mamá me dijo que cruzaría la frontera supe que no la volvería a ver.

-Ya vez, bonita- me dijo - tu mamá se fue y ya no volverá. Pero viviremos juntos. Será divertido.

Le creí, no regresaría.

La hermana de mamá desapareció una tarde de invierno, dos semanas después de mi cumpleaños número diez. Su hijo me aseguró que iba a pasar una pequeña temporada en casa de su prima en Arequipa, que regresaría en unos meses y que él me cuidaría. Fue la sonrisa que me devolvió la que me hizo pensar que no sería cierto. Al igual que mamá, su hermana no regresaría. Qué se podía esperar de una mujer que albergaba a un hijo de más de treinta años, sin esposo ni nada interesante que ofrecerle a nadie. El inevitable destino de la soledad que había heredado de su madre y que mamá, su hermana, la marcaron a tal punto que era incapaz de buscar algún acompañante. Pero no a su hijo. Él tenía la certeza que a falta de capacidad de retener a una mujer a su lado bien estaba su pequeña primera para enseñarle las bajezas del ser humano. Por ello, no se avergonzaba en salir desnudo a la sala, de llevar mujeres a emborracharse, de tratarme como su empleada y juguetear con mis prendas mientras se tocaba creyendo que no lo veía. Llevaba a sus amigos, se drogaban y disparaban al aire. A veces llegaba tan ebrio y malherido que se ensañaba conmigo. De repente veía en mi rostro a los causantes de sus heridas, y a pesar que me obligaba a curarlo no dejaba de gritarme y golpearme. Le reclamaba, por supuesto, pero me hacía recordar que él pagaba las cuentas, que era suya, su mujer, su empleada, que mejor me callara porque terminaría muerta como mamá, en un desierto, putita. Mi único consuelo era imaginar a mamá llegando para llevarme a cruzar la frontera.

Nunca lo hizo.

A los doce, simplemente empeoró. Sus manos, su cuerpo, su anatomía sobre la mía. Era real lo que vivía, era una pesadilla y no podía despertar. Corre, me decía, grita, haz algo. Una y otra y otra vez, y lloraba y no, por favor, vete, déjame ir, y seguía sobre mí haciéndome asquerosamente suya. No hablaba. El paso de los años me enseñó a callar, a vivir con sonrisas en el colegio, a irme con quien encontrara, a vivir intensamente. Sabía que al llegar a casa él me esperaría para empezar todo de nuevo. Lo odiaba. Odiaba su existencia. Pero era adicta al dolor pues su arma tentaba mis intenciones, podía cogerla y disparar y no lo hacia.

A los diecisiete años decidí irme definitivamente. Fue con Manuel, el hermano de una compañera. Era mucho mayor que yo. Vivir con él y dejar el colegio parecía la única decisión importante y acertada que había tomado en mi vida. Sin embargo, Manuel, sabiéndose dueño de mí, abusó de eso comportándose todo el tiempo como el salvaje que siempre supe que era.

Una noche, dejé de perder el tiempo. Salí de casa y fui a buscarlo. Parecía dichoso de verme. Le pedí perdón, le aseguré que lo extrañaba. Me dejó entrar a su cuarto, se quitó la ropa, gemía en silencio. Entonces, aquella pistola que reposaba siempre cargada, por si las dudas, decía, sobre la mesa de noche de su madre me mostró el camino. La cogí y disparé.

Al llegar a casa, Manuel me esperaba con una correa, amenazándome de lejos. Sin pensarlo, disparé de nuevo.

La vida es una broma, al final. No he dejado de matar. Y escribo esto como una confesión sincera puesto que a pesar que he dejado muertos regados en muchos lados la policía nunca a adivinado que yo he sido. Y es una broma ya que estoy sola como mamá, como su hermana y como mi primo.