sábado, noviembre 26, 2011


A mitad del camino vi a un hombre de pantalón plomo, saco y camisa negra. Iba apurado. Entre su brazo derecho llevaba sujeto un maletín verde militar. No me detuve a pensar el por qué de tamaña curiosidad puesto que concentré toda mi atención en su cabello: todo hacia atrás, casi cano, sostenía un sombrero, de esos que solo se ven en las películas que nunca vemos pero que no dejan de hablar nuestros abuelos, en la mano libre; extrañamente se lo ponía y sacaba continuamente para arreglarse el peinado que nadie se supone que vería. Era mestizo, ojos negros y nariz aguileña. Imaginé, por un instante, que aquel peculiar estilo se debía a algún oficio tradicional, de esos que los turistas pagan mucho, imaginando encontrar allí una muestra clara de nuestras tradiciones. Sin embargo, no pasó mucho tiempo para descubrir la verdad.

-Oiga, muchacho, avance que está interrumpiendo el paso - escuché detrás. Volví la mirada, molesto pues me arrancaba de súbito de un buen tema para el blog.

-Disculpe.

La verdad era que el hombre desaparecía de mi vista. A lo lejos cruzaba la calle, esquivando impertérrito los peligrosos autobuses y motocicletas que cruzan la avenida Caminos del Inca a esa hora de la tarde. Ni cagando, pensé, ese guey o es un proxeneta o uno de esos artistas plásticos de las novelas. No lo seguiría, claro, no lo hago nunca. No obstante, era intrigante.

-Necesito un cigarro - hablé.

Sin pretenderlo, supongo, fui hacía su dirección, mentándoles la madre a los chóferes y motociclistas que tocaban sus claxon. Carajo, huevas, la preferencia la tiene el peatón. Estúpida fue mi reacción cuando encontré al hombre en el misma bodega: Este... Ehh... quiero cigarros, doña.

La doña atendía las austeras exigencias del proxeneta retro, ignorando descaradamente que mi cajetilla de cigarros Hamilton valía más que el keke de chocolate y caramelos Halls que el tipo pedía.

Lo miraba extrañado. Algo en él me parecía conocido. Tal vez era la presencia de papá que trataba de ubicar en aquel, ahora que lo notaba bien, anciano. Sí estaba seguro que el tipo me recordaba mucho a mi visión de la vejez: canas, misterio, sabiduría, pericia para ganarme la atención de las bodegueras. Quien podría asegurarme que dentro de su maletín no contenía un manuscrito de alguna novela que haya tratado en vano terminar. Nadie. Nadie lo conocía. Era un extraño en la tienda y en la vida de todos. Era un anciano señor comprando Keke de chocolate y comiendo un buen bocado sin temor y rencores. No era nadie a nuestros ojos. Tal vez, solo tal vez... en alguna parte alguien lo vería con mayor cariño. O de repente era papá recordándome que aún existen motivos para escribir, escribir y seguir escribiendo; para soñar, volar, cantar, amar y creer que lo único imposible en esta vida sería dejar de quererlo, de necesitarlo. Cómo saberlo. Qué más daba ya.

-Ahora si, Joven, en qué lo puedo ayudar.

-Eh... un keke, por favor, pero que sea de chocolate.

viernes, noviembre 18, 2011

En el infierno


En el infierno.

Puede verlos, ahí, sentados en aquella roca, disfrutando de la luna y sus estrellas, disfrutando entre besos y caricias de la eternidad que no escogieron vivir, pero que se apodera con angustia y pasión de sus cuerpos haciéndolos invencibles, inmortales. Puede verlos más no los escucha, más no los siente ni los interrumpe. Puede verlos y esto lo hiere, lo lastima y sin saber bien por qué o cómo lo debilita.

Entonces, angustiado y confundido, vuelve sus pasos bordeando a la pareja, y mientras se pierde entre las sombras y ahoga cada ruido que pueda interrumpir el momento los ve pararse y alejarse sendero abajo, a la velocidad que solo la desesperación por la carne puede producir.

Debe dejarlos, olvidarlos, olvidarla, que hagan con su amor lo que deseen, que se amen cuantas veces quieran, que no le presten atención a su inquietud, que no lo miren, que no lo sientan. Debe hacerlo. Debe controlar sus impulsos. Debe respirar y esperar que el amanecer se haga dueño de las cosas. Debe y no puede. Puede y por eso corre, por eso solloza en silencio los lamentos de un hombre enamorado.

Y corre bordeando el bosque y observando el camino de los amantes, que tomados de la mano sincronizan el andar de sus pasos, espantando al tiempo. Entonces ellos pretenden no darse cuenta de su presencia, para salvarlo de la vergüenza. Siguen por el sendero, ansiosos por encontrar el final de éste y por fin unir sus cuerpos. Y mientras él ahoga sus sentimientos y controla el hambre, ellos se detienen, miran el mar desde esa distancia y regresan sus ojos al barranco, luego a ellos y a sus labios y a sus cuerpos.

Aquí me quedo, piensa. No veré más.

Pero es inevitable perderse la belleza que a continuación ilumina la oscura noche.

Los amantes susurran sus nombres, entregándose al ritmo de sus instintos, desnudándose con la velocidad y pasión de los amores fugaces, admirando sus figuras delineadas y curvadas; y besándose hasta el ultimo rincón visible e invisible son presas ya del deseo. Ella se detiene, viendo, quizás, el futuro, ¿es acaso la presencia del desconocido la que la impide ser amada?

No, no había forma.

Él no lo percibe y continúa con la lengua el camino al sexo de su chica, deslizándola, con suavidad, desde el cuello, la barbilla, los labios. La respiración se le corta mientras dibuja el cuerpo de su amante ocasional con las manos, y recorre con lujuria y entusiasmo sus pezones sonrojados, erectos de placer. Entonces, algo en su pecho cobra vida de nuevo y pretende escaparse de él, matándolo en aquel efímero momento de dicha.

Mientras tanto, el desconocido ve como los amantes descubren sus cuerpos, como la chica lo complace penetrando entre sus labios su sexo firme y erguido.

De pronto se toca, se despoja de esos molestos pantalones y busca la satisfacción en si mismo.

Ella, ahora de pie, le da la espalda al varón y espera que éste entre rápido, sin palabras, sin nada romántico o erótico por decir porque comprende que cada silaba que pronuncie solo malograría el momento. Y cuando él se hace con ella la luna y sus estrellas se maravillan ante tanta belleza y le ordenan al cielo que llore eternamente la unión de sus cuerpos. Pero el desconocido no lo ve, los amantes tampoco. No parecen reaccionar ante la admiración natural de la tierra.

De súbito, los rayos destruyen las rocas, y la lluvia moja sus cuerpos desnudos y ahogan sus gritos de placer. Ahora son uno. Y ahora yacen detenidos en el infierno junto al desconocido, que suelta el último grito antes que la vida salga por aquel orificio y caiga en picada al mar y se lleve consigo el amor que le quedaba, antes que la única alegría terminase de dolerle.


jueves, noviembre 10, 2011

Cierra los ojos


Empieza el monologo interior.

El final está cerca, después de todo, piensa. Piensa: ¿acaso lo imaginaste de esa manera?

Nunca has sido buena para las fantasías. Preferiste encerrarte en la forzosa realidad, sin esperar milagros y luchando por simplemente vivir. No soñaste. Jamás perdiste el tiempo. Lo invertiste, en cambio. Sin embargo, fueron pocos los resultados obtenidos. La vida es así. Viviste derecho. Creciste sin problemas. No fumabas, no tomabas. Apenas salías. Fuiste hija, esposa, madre, amiga, aceptando los defectos del mundo y sin protestar ante las injusticias. Pensabas: Dios se encargará; él, que todo lo ve, hará justicia. No trabajaste. Para qué si lo tenías todo, si con un plato con comida y un techo donde dormir para ti y tus hijos era suficiente. Todo sería así para siempre.

Mentira.

No obstante, eras feliz.

Sí. Piensas: era dichosa con la vida que había escogido. Amando a mi esposo e hijo, recibiendo el amor que solían darme cuando todo les iba bien. Todo parecía perfecto.

Mentira.

Sin embargo, piensas, lo creíste de esa manera.

Pero todo se perdió.

Cierra los ojos, entonces.

A pesar del cariño puesto en la inmediata realidad y las suplicas porque nunca cambie todo fue distinto una mañana como todas las mañanas vividas. El despertador, la ducha, el desayuno, los buenos deseos y la bendición. No imaginaste, como siempre, torpe y estúpida, incapaz de creer en esos instintos que solo las mujeres tienen y que las personas llaman 'sexto sentido' , que algo malo iba a pasar. Torpe y estúpida. Tu alegría se te iba por esa puerta de madera y la dejabas ir. ¡No! ¿Por qué no lo sentiste? ¿En qué estabas pensando con felices por siempre? por qué no entendiste que 'para siempre' es mucho tiempo, que tiempo es lo que menos te queda.

¡No!

Se iban. Uno por uno. Hasta la tarde, mamá, recuerdas. Me vas a recoger, no mamá, recuerdas. Piensas: sí, tesoro. Que tengas buen día, amor. Un beso. Cierras la maldita puerta.

Corre, por Dios. Aún debes de tener tiempo.

Adiós, mamá.

La distancia, el brazo de tu pequeño estirándose para despedirse, la sonrisa tímida de tu esposo, las maldita ventana y la maldita cortina cerrándose. Las personas a lo lejos, ocultando con sus burdas siluetas las de tu familia.

Tu familia, quizá, a unas cuadras, esperando el autobús.

El autobús.

Su hijo hablando de la cena de mamá. Tu esposo escuchándolo, pensando, tal vez, que bonita es mi familia, mi mujer y mi hijo.

Una curva. La carretera. Pronto el siguiente paradero llegaría y todo sería como siempre.

No pasó nada. Todo es un sueño, piensas.

No. No, carajo. No lo es. Mala madre. Mala, mala, mil veces mala y maldita.
La carretera. El conductor no lo ve. ¡Ahí, voltea! No lo hace, nunca lo hizo. El autobús choca. Una, dos, tres vueltas de campana. Muchos heridos. Tu familia está muerta.

¡NO! ¡Ayudenlos, aun viven!

¡Mamí!...

¡NOOO...!

-Ay, por Dios, deja de chillar tanto, que despiertas a los demás.

¡Ayudenlos! ¡Viven! Los puedo ver... Ahí están, mire. Vea, se lo suplico.

-Como carajo razonar con una loca. Cierra los ojos y no jodas más.

Si, cierra los ojos. Piensa: ciérralos para regresar a casa.

jueves, noviembre 03, 2011

A los amigos que perdí

Empiezo esta carta como todo en mi vida: dudoso, temeroso a los caprichos del destino y a mi propio rechazo, sabiendo que tal vez haya otra opción pero que soy demasiado cobarde o muy perezoso para buscarla. Y es que ser quien soy suele ser el más aguerrido y terco de mis enemigos.

Jamás he sido un buen amigo, lo sé. Olvido los cumpleaños. Nunca llamo. No busco a nadie ni pretendo caerle bien a alguien. La soledad me parecía buena amante. La oscuridad de mi cuarto, la música a todo volumen, escribiendo poemas o historias que me ilusionaban con un mundo menos feo y aburrido, con un Alexander diferente en cualquier café parisino, me recordaban el vacío que me obligue a vivir. Qué curioso, al final: lo mismo que me obligó a alejarme es lo que me impulsa a escribir esta carta.

Sin embargo, esto no se trata de mí. Es para aquellos valientes que acompañaron mis días en el silencio vehemente que me obligué tener. Para los campeones que combatieron conmigo épicas batallas, quienes sonrieron espontáneamente cuando volvía de entre los muertos, quienes perdonaron mi ausencia con un cigarro o dos. Y aunque seguramente es estúpido escribirlo, para los cojonudos que me echaron ánimos ahí cuando menos escribía, cuando nunca publicaba.

Conocí a muchas personas de todos lados. Muchos de ellos ignoraban mis inquietudes literarias. Andábamos largos caminos sin enterarse que dentro de aquella maleta marrón que adornaba con elegancia mi look rockero guardaba alguna novela que por las noches lograba arrebatarme un suspiro o una que otra carcajada. Y no tenía que enterarse ni yo que contarle. Simplemente eramos caminantes, viajeros errantes en busca de cigarros y un poco de cobijo. Una vez bifurcado el sendero optaba yo por ir lejos de mi acompañante, allá donde el sol no quema ni el frío hace doler los huesos. Por fin distante de todos. Solo una vez más. Desdichado.

Y así fue siempre. Hasta Erika. Valiente regreso de aquella niña de ojos grandes y negros que no sabía hablarme de Vargas Llosa pero que disfrutaba conmigo de los Poemas de Martín Galas. Grande su retorno. Y bendita sea, pues esa niña que supo crecer y volverse una mujer maravillosa tuvo la simpática ocurrencia de no alejarse de mí nunca más. Y gracias por ello.

Luego vino el blog y los amigos del mundo. Supieron recibirme, leerme con paciencia. Supieron tolerar las huidas y aguardar las promesas. Fueron mis amigos distantes. Vino uno y otro. Ocurrencia tras ocurrencia. Poemas, historias, entrevistas, charlas, bromas, novelas inconclusas, un 'Ahora q hago?' y un 'Ébano y Marfil'; con una Casa de Papel, Respirando del aire y Enamorándose de Marco, de la vida, de los años, de la Hada y La Pluma Roja. De los entrañables, los indomables. De las Chicas de los viernes. De los Cuentos de princesas. De los amigos y enemigos. De las personas Sin arlequín y los cuentos de ultratumba de Fail. Luego las Orgías Casuales. Los amigos desconocidos. Los conocidos. Los 'por conocer'. De todos. De nadie. De Madame Milagros. Caray, de todos. A esos amigos que perdí, y que aún sigo llorando.

Gracias por seguir soportandome en la distancia, en el silencio, en los recuerdos. Sin duda, cultivar este blog ha sido la menos dolorosa y más satisfactoria de mis experiencias.

Saludos cordiales.

Alexander López.