jueves, mayo 29, 2014

Fatalidad



La princesa no sólo aprenderá a ser princesa, sino que, además, a ser mujer, reina y madre. Para eso ha nacido, le dirán. Su vida ha sido marcada por la fatalidad. Aprenderá a verse bella, a opinar cuando se lo pidan, a rendirse ante los mandatos de quien decidan sea su verdadero amor.

La princesa no conocerá el hambre ni la sed, la vergüenza y la desdicha. Y los primeros años de su vida paseará por los jardines del palacio de la mano de su madre, y, cuando el tiempo de su educación básica llegue, de quien asignen su cuidado.

La princesa amará cuando se lo ordenen y caminará por el pueblo cuando sea necesario. Verá el mundo a través de sus finas cortinas de seda, y jamás preguntará qué está pasando fuera pues esos son asuntos del rey. La princesa dirá siempre que ama su vida. Aprenderá idiomas y a leer y a escribir. Leerá los poemas que digan ser necesarios para su educación. Sabrá de arte y retorica, de poetas y filósofos. Su vida transcurrirá rápido y será recordada por haber sido esposa de un gran monarca, de un hombre inmaculado. Las generaciones futuras conocerán su nombre, más no sus obras pues, en realidad, no tuvo ninguna. La princesa se sabrá resignada, incapaz de discrepar, impura si desea otra vida, u otra caricia, cuando el día de amar sin amar haya llegado. Irá a misa siempre y confesará sus pecados ante el sacerdote, ante el cardenal, ante el papa. Se casará. Será la envidia del reino. Compartirá con su esposo las tardes en el gran comedor y las noches del amor ficticio, sin pronunciar palabra, sin confesarse feliz o triste o satisfecha. Callará cuando escuche de guerras –si en caso logre enterarse de alguna-, si sabe el rey ya no se siente satisfecho con ella. La peinarán, bañarán, mimarán, tendrá hijos, irá a otros reinos a importantes celebraciones. La añorarán, amarán, desearán, envidiarán, le implorarán piedad. Ya anciana su habitación no será suya porque no le corresponderá. La muerte le llegará de pronto. Llorarán por ella mientras piensan que ya estaba lo suficientemente anciana como para seguir viviendo. La princesa, sabe su futuro y lo espera en ese único grito de impotencia, gracias a la licencia que le dan a los que acaban de nacer y, sin que lo imaginemos, ya conocen lo que es morir.

miércoles, mayo 21, 2014

Introducción a las manías II



Siendo las 2:30 de la mañana –o madrugada, o noche, o como lo quiera llamar el ilustre lector- me declaro adicto a escribir de madrugada. Si le diera vueltas al asunto no encontraría una razón lo suficientemente coherente para explicar porque la oscuridad, la soledad y el escalofriante silencio inspiran a mis dedos, y a mi mente, a fantasear historias que tal vez no me pertenezcan.  Tal vez sea porque se puede fumar mejor, o porque trato de descargar el estrés del día anterior divagando en vidas que parecen ser mías pero que, insisto, no lo son. O no lo sé.

Las manías son un poco de nosotros. Un poco de aquello que queremos ser, o que, en una mejor, o peor, versión de nosotros,  deberíamos ser.  Nos introducen en actividades que no planeamos desde el principio. Se apoderan de nuestro ser obligándonos a actuar conforme sus exigencias.  Entonces no volvemos a ser dueños de la situación. Somos un poco las victimas de sus consecuencias.

Pero no todas las manías tienen la peculiaridad de ser tan caprichosas pretendiendo exteriorizarse en público a cada instante. Como las mías, existen aquellas que se sienten libres cuando nadie está presente. En el terreno de lo oculto se mueven mejor. No por temor a avergonzarnos –las manías no creen en estados de ánimos- sino porque sólo en la soledad se manejan con libertad, con fuerza, y sin obstáculos. Como yo que escribo más rápido –y no se si mejor, ese es otro punto- cuando me siento completamente solo, cuando veo que no hay moros en la costa, cuando todo el mundo está durmiendo, cuando sé que nadie se atreverá a interrumpirme con una llamada telefónica, el anuncio del desayuno o la típica pregunta del ‘¿qué estás escribiendo?’. Una vez que sé que todos estos obstáculos han sido vencidos puedo prender la computadora, sacar un cigarrillo, y dedicarme a la literatura –o algo muy parecido-.

Este estado no se da, por ejemplo, cuando estoy leyendo.  De pequeño, doce o trece años, cuando empezaba a devorar esas primeras novelas que uno, al igual que el primer amor, nunca olvida, tuve que obligarme a aprender a concentrarme en lo que leía porque en casa, mamá y mis hermanas la llenaban con música o llamadas de atención.  En el autobús rumbo a la escuela, aprovechaba para leer otro poco. Tarea realmente complicada ya que en los autobuses en Perú no se acostumbra a leer porque tienes que lidiar con la bulla de la ciudad, del mismo carro, de los pasajeros, de los vendedores ambulantes, de la música a todo volumen y de uno que otro cantante espontáneo que alza la voz más de la cuenta porque el chofer de la unidad se niega a bajar el volumen de su radio para que éste cante con comodidad. Gracias a estas dificultades aprendí a introducirme en la historia de turno con la facilidad con que una contorsionista del  ‘Circo del Sol’ estira las piernas hacia las estrellas.

Si algo he aprendido en todos estos años de vida sobre las manías es que todos no somos capaces de admitir que las tenemos. No todas las manías pasan raspando la lista de la ‘moral’. Otras, no necesariamente por ser ‘amorales’, o ‘inmorales’, son contadas a diestra y siniestra. A veces ni siquiera se exteriorizan en un matrimonio –digamos, mi esposa tarde o temprano se daría cuenta que me levanto a la una o dos de la mañana para escribir- porque cuestan admitir que pertenecen a uno. Y vaya que son manías complicadas de aceptar. Como aquellos que disfrutan de sus olores corporales como usted y yo disfrutamos de una buena comida o una deliciosa taza de café. O de comer potajes destinados a los gusanos o a quien sea que no pertenezca a la raza humana. O aquellos que gustan con ver, en vez de tocar o probar o disfrutar, de actos sexuales. Desde mi lado, que no se entienda lo contrario, no hay ningún inconveniente, siempre y cuando sea para su deleite personal y no afecte ni agreda a la persona que está a su costado. No soy el dueño de la  ‘moral’  ni mucho menos.

Cabe mencionar, para terminar con mi intento de introducción a las manías, que todos estamos sujetos a la posibilidad de encontrar la paz o la felicidad en actividades que no sean semejantes  con los que estamos rodeados. No es menester vivir preocupados con lo que dirá fulano o mengano sobre tal o cual cosa. Mientras no le hagamos daño a nadie, es válido.

Disfruten sus manías. Continuaré escribiendo.


Saludos.          

miércoles, mayo 14, 2014

Introducción a las manías I




Soy un hombre simple de gustos simples: no me gustan las discotecas, ni los lugares con muchas personas. Prefiero una taza de café, un buen libro o una interesante conversación; un cigarro y, si se la situación es propicia, y tengo buena suerte, ver una película en la televisión. Estas actividades, dicho sea de paso, no me han generado una larga lista de amigos en Facebook, ni tantos ‘Me gusta’ en mi muro con los que pueda presumir.  Valgan verdades, nadie quiere mucho a un amigo cibernético. También tiene sus ventajas: así como carezco de amigos, carezco -¿o padezco?- de enemigos. Insisto: nadie puede amar a un chico que sólo aparece en momentos, ni mucho menos odiarlo. Visto así, tal vez mi firme idea de mantenerme siempre de incógnita, tras bambalinas, no sea tan malo como se piense.

Tengo la firme idea que no hay nadie que pretenda ir por el mundo ocultando sus manías (salvo que su manía sea asesinar personas, o cometer delitos a diestra y siniestra).  Y es que somos víctimas de aquella sensación arbitraria y esquizofrénica que a menudo nos impulsa y/u obliga a actuar de acuerdo a sus mandatos.  La voluntad humana suele ser insuficiente para negarse a ello. Nos sometemos, simplemente, a los que nos diga.

Por ello, no me sorprende ver en las redes sociales a tantas señoritas rendir pleitesía a caballeros con los pelos parados y sonrisas angelicales. Son sus ídolos. Y una de las manías más comunes de nosotros, los homo sapiens, es crear ídolos, saltar hasta desfallecer, y cantar como loquillos detrás de ellos. El desmayo, las lágrimas, las obsesiones escalofriantes, sólo son parte del paquete.  Hacemos todo y de todo para hacerle saber al ídolo –y al mundo- nuestra admiración. No importa si ello implica hacer largas colas en los conciertos, o pedir prestado para comprar el último álbum discográfico, o portarnos bien toda la semana para que papá y mamá nos de permiso para visitar el hotel donde se hospedan. Todo es valido cuando se trata de demostrar aprecio.

Ahí no queda la cosa. Una de las manías más recurrentes es el arte del buen vestir. ¡Ay, vamos! No se pongan así. No me digan que nunca han mirado con cierto recelo al fulano de la otra calle sólo porque no supo combinar las zapatillas con la polera, o el saco con el pantalón. No me digan que nunca se han detenido a pensar qué ropa es la adecuada para tal o cual situación o acontecimiento.  Hasta para ir a la panadería nos detenemos a revisar qué indumentaria es la adecuada. No digo que esté mal. Tampoco digo que esté bien. Sólo lo digo porque no se puede hablar de manías si no se reconoce como una el hecho de querer siempre vernos bien (exageradamente bien. Tan bien que tal vez podamos encontrar a nuestra media naranja en la esquina menos pensada) Pocos están libres de esta manía. No me lo pueden negar.

Existen distintas clases de manías. Mencionaré algunas:

- Complejo fotografus maniaticum

Mamá es un claro ejemplo. Ella al momento de tomar fotos no cree en nadie: no le importa si te agarró mal parado, con el ceño fruncido, o con legañas. Es típico de ella correr a su cuenta en Facebook  y colgar las fotos.



-Estado telefunus imperictivum

Hace poco asistí a una reunión. Fue una difícil decisión. Pero si quería seguir conservando el amor de mi familia, y de mi novia, no me quedaba de otra. En fin. La reunión fue amena, me sentí como pez en el agua, porque además de una música agradable, unos cuantos cigarros, casi nadie se percató de mi presencia –o de cualquier otra-. Todos estaban muy concentrados en sus teléfonos. La música y los bocaditos habían pasado a segundo plano: todos se concentraron en las imágenes que le devolvían sus pantallas último modelo.  En algunas ocasiones dejaban sus equipos a un lado para ir al baño o para tomar algo de la mesa. Al parecer, la fiesta era dentro de sus equipos. Por supuesto, yo no estaba invitado ahí.



-Bellísima maximan

Aunque es muy parecida a una manía que ya mencioné, este estado tiene una sutil pero brutal diferencia: obsesión por la belleza ajena.  En la televisión, revistas de moda, redes sociales, hay una corriente extraña de idealizar la belleza física del modelo de turno. Vemos bíceps bien formados, cuerpos con curvas increíbles, caras que parecen talladas por artistas plásticos, y músculos tan grandes que uno se ve al espejo y no sabe si maldecir a la vida o a sus padres por haber nacido tan enclenque o tan feo. Entonces, admiro lo que no me pertenece. Es más, ya no quiero ser yo sino él o ella.



-Amiguis amiguitum

Todo se vale en el mundo de la popularidad. Inclusive hacerse conocido mediante escándalos o por amigos de amigos de amigos que conocimos en años inmemorables. Queremos resaltar, cueste lo que cueste. Que hablen de nosotros. Mal o bien, es lo que queremos.



Con esto llegamos al final de la primera parte de mi ‘filosófica’ introducción a las manías. No me voy sin prometerles que, cueste lo que cueste, regresaré la próxima semana con más.
           
Saludos.
  

miércoles, mayo 07, 2014

Hubo una vez...



Hubo una vez un chico enamorado de una chica…

De acuerdo, el ‘hubo una vez…’ es muy común.

Empezaré de nuevo.

Muchos años después, frente al viejo parque de la urbanización Zarate, aquel muchacho, recordaría con alegría su primer contacto con el amor.

¿Está mejor?

Está bien, muy García Márquez.

Que salga, pues, como tenga que salir.

Dedos listos.

El amor nos sorprende a todos. Nadie está libre de ese fenómeno, de ese bichito que se empieza a sentir en la boca del estomago – que bien se podría entender como un cólico- y sube lentamente hasta depositarse en nuestro corazón, en nuestra mente, en nuestras entrañas. El amor, siempre lo digo, es libre, no cree en los límites, ni en los miedos, en las dudas, y hasta nos saca la lengua en momentos en donde uno dice que es mejor y menos peligroso tener un cachorrito de leopardo en casa que un romance en estos tiempos. El amor, repito, es así: inesperado.

De esto aquel muchacho –tal vez sea yo, o tal vez sea usted. Ya perdí la noción del tiempo y espacio- lo descubrió una mañana de agosto cuando salió de casa rumbo a una ‘salida de amigos’ –ignórese las comillas, sólo es una formalidad de la editora-  con una vieja amiga de infancia. Él no estaba listo: se había levantado tarde porque el día anterior un concierto de rock remeció los suelos limeños, y, por supuesto, lo había mantenido despierto hasta muy tarde. Consciente de esto,  escribió en su celular un mensaje para su amiga con las excusas del caso: ‘llegaré un poco tarde. Mamá no quiere que salga de casa sin desayunar. Ya sabes como son las madres.’

Corrió, lo juro, temiendo que su amiga se quedara mucho tiempo esperándolo. No es de caballeros dejar esperando a las mujeres. Y uno puede ser muy rockero, o le puede gustar mucho dormir, pero jamás debe dejar de ser un caballero. Por eso, fue impaciente al paradero de autobuses, recordando los consejos de su padre, deseando que su amiga no haya llegado aún, mirando con afán esquizofrénico la hora, mordiendo sus uñas, armando en su mente un monólogo impecable y hasta poético de disculpas –no volverá a suceder; mi mamá ya sabe que el desayuno puede esperar pero que tú no; mira que mañana más calentita de invierno, olvidemos lo ocurrido y vayamos a la playa; y etcétera; y etcétera-.

El autobús no había llegado cuando en el bolsillo de su pantalón una alerta de mensaje lo regresó a la realidad: ‘ya llegué’. Esa frasecita, tan simple y profunda, consiguió hacerlo sudar frío.

‘Tranquilo, doc. Ya es tarde. Ya fue’

‘¡No! Soy una pésima persona’

‘Tranquilo, doc, igual y es tu amiga nada más.’

‘¿Si, no?’

‘Ves’

‘¡No! Es mi ex, es mi amiga. Merezco la horca.’

‘¡Plop!’

‘¡No llega el carro!’

‘Tranquilo, doc. Mira: tu suerte está cambiando.’

‘¡El carro!’

Subir al ómnibus, pagarle su pasaje al chofer, ir al último asiento del fondo del carro, acomodar sus posaderas, abrir la ventana, suspirar, lo hizo, lo juro, sentirse mejor. Tal vez su consciencia tenía razón: sólo era su amiga. Si bien habían tenido una relación cuando eran púberes en el primer año de secundaria, no significaba ahora que debía guardarle un respeto exagerado. Por último, no era su culpa sino la de los organizadores del concierto de rock que habían decidido realizar el más grandioso y fenomenal evento musical del año justo el día anterior a su cita con una vieja amiga -¿o ya debería decir vieja ex?-. De todas formas, ella lo entendería. Es la verdad.

‘¡No! Qué estás hablando. Un caballero es siempre un caballero.’

No empieces. Al final, soy yo el que está narrando la anécdota. Déjame llegar al punto antes que los lectores regresen al facebook.   

‘Dale.’

Bajó del ómnibus, luego de diez minutos de recorrido, dispuesto a seguir corriendo. Nada evitaría que diera lo mejor de si para evitar que su amiga lo siguiera esperando.

Corrió, saltó, se metió por una calle y por otra, zigzagueando, esquivando a las personas, recordando viejos atajos, preguntándose por qué  tenían que haberse citado justo frente a su viejo colegio y no en un lugar más cercano.  Siguió por una avenida y por otra, corriendo como alma que lleva el diablo, deteniéndose por breves segundos para recuperar el aire, luchando contra cielo, mar y tierra en pos de la hazaña. Y nada lo detuvo hasta que, una cuadra antes de llegar, se dio cuenta que sudaba mucho y no podía llegar así.  En ese momento, fue caminando.

El colegio no era muy grande, ni muy atractivo a la vista, pero pudo reconocerlo claramente: seguía siendo tan azul y blanco como en sus mejores años, donde perro, pericote y gato, saltaban entre alaridos y arregladas de corbatas para entrar a tiempo porque la puerta la cerraban a las siete y cuarenta y cinco de la mañana. El parque seguía igual también.

¿Dónde estaba su amiga?

La encontró sentada en una de las bancas. Tal vez ahí le había dado su primer beso, tal vez en esa banca le había dicho por primera vez a una chica 'te quiero'. No podía recordarlo. Sólo regresó a su memoria que alguna vez la llevó de la mano a la primera ruta del amor, de la pasión, de la inocencia.