martes, febrero 15, 2011



Lima.




Casa.

No hay nada como salir de casa, eh. Piensa: si las circunstancias son favorables regreso en un año o dos. ¿Y si no? Dos o tres días. De una forma u otra la suerte está ya echada a su favor: viajará muy lejos para concretar unos negocios. Es decir, no solo escapa de la triste monotonía en la que vive desde hace poco más o poco menos de diez años, olvidandose de las combis asesinas, el tráfico de la capital, la contaminación, los borrachos del bulevar, las viejas cucufatas que se tapan la boca cuando se fuma un cigarro o le agarra las posaderas a su chica de turno, sino que, además, concretará el negocio de su vida. Una vez firmado el documento dejaría todo en Lima y correría a una ciudad menos caótica, hipócrita e infectada, una donde pueda agarrarle el culo a su chica, fumar un cigarro, meterle cuarta al Honda negro que se compró en navidad pero que no puede conducir porque su licencia ya expiró y ser quien quiera ser. Dejar la casa será el primer paso a una nueva y mejor vida, piensa.


Costa Verde.

Un amigo le dice que la ruta más rápida para llegar al aeropuerto desde su casa es por la Costa Verde, esa extensión de poca luz, de asfalto y arena que hace las veces de avenida y campo deportivo al lado de las playas limeñas, donde lo único atractivo que puedes encontrar son esporádicas discotecas, bulevares, restaurantes carisimos y decenas de autos con adolescentes borrachos o drogados o las dos cosas que fornican escondidos en las sombras de la noche o dentro de los autos. De día, recuerda, la cosa es distinta: los bañistas y surfistas que pululan son amos y señores, volviendo lo que podría ser un lindo espectáculo visual en una autentica anarquía: basura por doquier, botellas de cervezas, condones usados y arroz con pollo. Claro, se dice, eso depende de la playa y el distrito donde te ubiques. Hay caras más bonitas que otras, ¿no?.
Puede ir más rápido, le ruega al taxista. El tipo, blanco y de barba poblada, parece no escucharlo. Señor, el avión me deja, miente. Joven, no es bueno apresurarse, le contesta, por fin, con voz ronca, chupando algo de sus muelas y botandolo por la ventana. El tipo sube el volumen de la radio y cambia de velocidad. Al final parece que le hizo caso. Gracias, le dice.


Trafico.


Cuando el taxista barbudo, quien no para de cambiar de estación, decide de una buena vez apresurarse ya debe salir de la Costa Verde y tomar la ruta hacia la avenida La Marina para, posteriormente, entrar a Faucett. El camino hasta La Marina es simple, a esta hora de la noche -10 u 11, quien sabe cuando no se quiere saber nada con la hora. Aunque, por si las dudas, mira su celular por si debe seguir mintiendole al tipo- el transito está libre. Llegaré antes de lo planeado, piensa. Tomaré un café y leeré un par de revistas para matar el tiempo, se anima. Piensa: para las 2 de la mañana estaré volando rumbo a una nueva vida. Sonríe, de pronto, convencido que las cosas le saldrían, efectivamente, tal y como las había planeado. Le parece que todo se ve bien, que todos son menos feos, que hasta la luna se ve muy bella esta noche, que hasta el taxista barbudo es un tipo genial, y aunque escupa un liquido negruzco que saca de sus muelas y contamine con eso las pistas no le importa porque ya no caminará más por esas calles.
Joven..., lo interrumpe, sacándolo de su ensimismamiento. Parece que hay mucho trafico por aquí, que le parece si doblo en la siguiente para cortar camino, joven. Este gesto de confianza lo conmueve tanto que le dice que haga lo que crea conveniente, que es el profesional de las calles y que quien más podría llevarlo con velocidad en estos momentos. El tipo, mudo por sus palabras, pisa hondo y sigue la ruta planeada.
El taxi amarillo recorre con velocidad las calles desiertas de Magdalena y San Miguel hasta que cruza La Marina para tomar un atajo -este es nuevo, joven, nadie lo conoce, sabe- y se estanca por unos minutos en una intersección. Él no mira en qué intersección el taxi se atascó porque tiene la corazonada que no volverá a pasar por ese lugar -no se preocupe, ahorita pasamos-. Y pasan -ya vio-. Dos metros: una curva, y en ella un nuevo semáforo -no pasa nada, joven-. Dos minutos. Diez más -no pasa nada, joven-. El tipo saca su periódico: es de dos días atrás. Quince minutos. Avanza dos metros. Diecisiete minutos -sabe qué está pasando, señor-. Veinte minutos. Avanza unos metros y no se detiene pero él siente que caminando es más rápido -estas calles nunca son tan lentas, joven-. Otra curva y no sale del trafico -tal vez sea una protesta, joven-. Los claxon de los carros, la gente baja de los autobuses: cinco para las doce -que coño pasa, señor-. El auto avanza lentamente y cuando quiere desviarse otro se atraviesa, pero el taxista barbudo igual quiere ir por ahí y no ve el Toyota negro que va en esa misma dirección: mierda, nos chocamos, joven.

Tarde.


A priori, la situación en la que se encuentra es bastante delicada. Por un lado, el taxista barbudo se enfrasca en una batalla campal contra el anciano del Toyota negro, quien, instantes después, es secundado por una mujer embarazada -mire mi estado, nos quiere matar o qué-, una mujer de igual edad que el conductor del Toyota -es un inconsciente. Mi marido no pagara los daños- y un niño que no deja de gritar que quiere ir al baño -mami, no aguanto...mami, mami...-. A posteriori, también.
Deslizándose con la misma sutileza con la que se ha deslizado toda su vida se retira de la escena, le deja unos billetes al taxista en el asiento y, zigzagueando, serpenteando, tapándose oídos, boca y nariz, sale del trafico. Vuelve el rostro y piensa: estos hombres no salen de aquí hasta mañana. Feliz porque ha superado lo más difícil del día y porque tan lejos del aeropuerto no está, camina a una avenida más despejada para encontrar otro taxi. Afortunadamente no tiene mucho equipaje. Tiene pensado comprar ropa allá. De pronto, el celular: dime, Martín. Hermano, a qué hora llegas. No entiendo. Al final, te vine a despedir con Lucero, hombre, somos hermanos o no. Si, contesta. Ya estás en la zona de embarque o qué. Ni hablar, Martín, aun faltan dos horas para que salga el avión. Creí que salias a las dos. Si, por qué, pregunta. Son más de la una, asegura Martín. Pero que... No termina la frase, mira el celular, recuerda: mierda, cambie la hora para joder el despertador (vieja costumbre para engañarse a él mismo. Un mal día para hacerlo, piensa).

Jorge Chávez



Los hombres estamos llenos de manías, de cojudeces que para las mujeres son triviales, infantiles o poco importantes. Esas cojudeces y manías nunca son un obstáculo para ser felices. Es más, son esas cojudeces y manías las que nos mantienen con vida en este mundo con tantos hombres y pocas mujeres -aunque las estadísticas digan lo contrario-. Él hoy tenia una lección importante que aprender: cojudeces y manías solo en horario de oficina.
Había reservado su pasaje vía telefónica y depositado en la brevedad la suma estimada a una vieja amiga que trabaja en una agencia de viajes. Cuando llega al aeropuerto la chica de ojos negros y cabello recogido que amablemente atiende en la ventanilla de LAN se encuentra con un ogro que desea salir de su país aunque sea lo último que haga. Ya están abordando, señor. No le parece esto del todo cierto, pero aun así le ruega a la señorita que lo acepte, que su mamita esta muy grave, que debe irse si o si, que porfavorcito, señorita, que qué bonitos ojos tiene, va al gimnasio. Se despide, por fin, de Martín, su amigo, y Lucero, la novia de este, con un breve abrazo. Pasa migración, olvida quitarse la correa. Vuelve a pasar. Corre a zona de embarque. Es el último de la fila.

Para finalizar, avión.

Antes que recuerde que le tiene miedo a las alturas una señorita se sienta a su lado y le pregunta si los baños son cómodos pues no se siente muy bien. No espera la respuesta porque el jefe de vuelo ya anuncia que deben abrocharse los cinturones. Entonces, se abrocha, toma una pastilla, acomoda su asiento una vez el avión esta en el aire y, optimista nuevamente, piensa: próxima parada, Santiago de Chile.

miércoles, febrero 02, 2011

Por editar...




Fue un sábado del 2005. Ni el número ni el mes lo recuerdo. Solo sé que fue sábado. No uno cualquiera. Uno cojonudo, de esos que no se planean y salen mejor que el sábado pensado, presupuestado y conversado. Uno como ningún otro. Un sábado en el que no pones ningún empeño por verte bien, mal o peor, en el que lo ultimo que recordaste es si hubo noches tan prometedoras como aquella. Quizá el pesimismo y el desinterés con el que saliste es el que te llevo a sorprenderte tanto cuando la noche se veo tan buena, cuando todos tus amigos se reunieron, cuando viste llegar a alguien que no pensabas, cuando, sin querer queriendo, olvidaste los problemas, las preocupaciones y fuiste feliz sin remordimientos. O tal vez no bailaste: decidiste estar en casa. Sin saber cómo los acontecimientos de una noche que aseguraste muy normal se tornaron inesperados. Al final corriste sin parar deseando que nunca termine, que el tiempo se detenga. O de repente, una platica con quien menos lo esperaste logró que esa noche te acostaras con una sonrisa. O una película en un canal que nunca ves. O un juego que acabaste de descubrir. O un libro que volvió tu sábado en casa mágico, o tu estadía en el hotel insospechada, o tu vuelo altamente soportable, o cualquier hecho que hizo de ese día uno digno de recordar, de mencionar.

Ese sábado fue así.

Salí de casa sin muchos ánimos. Tenia la certeza que esa noche las historias que invadían mi mente en el aula de lunes a viernes no me atacarian, que estaría libre de ellas, que tendría tiempo para mi. Esa seguridad me hacia dichoso. Sin embargo, esa dicha no duraba mucho tiempo. Estaba claro que verme libre de aquellas historias enredadas, autodestructivas y calentonas me daba un cierto respiro. Lo necesitaba para dedicar mis energías en examenes o en tareas pendientes, en escuchar a 'Diazepunk' o 'Rezaka', en ir a conciertos y buscar a esa niña del barrio que tanto me gustaba, decirle un par de cosillas cerca a la oreja para que caiga entre mis brazos rendida de amor y pasión -sobre todo pasión-. Necesitaba ese fin de semana para ser libre, para ser feliz. Y sabiendo que lo necesitaba no me sentía dichoso. Creía que la libertad otorgada por la posibilidad de escoger tal o cual cosa era una paso a la felicidad perpetua, que de eso estaba compuesto la adultez: decisiones libres, impulsadas únicamente por sus ideas, por sus necesidades. Era por ese motivo por el que no podía ser feliz: estaba atrapado, acorralado, preso por las ideas que una a una llegaban de cualquier rincón abandonado en mi cabeza. Era contarlas, escribirlas, vomitarlas de mi cuerpo lo que producía en mi paz. Todo lo demás, absolutamente todo, solo era parte de esa cárcel pues las ideas llegaban de las cosas que veía, que aprendía, que me gustaban, que me enamoraban, y por amarlas los cuentos jamás dejarían de llegar. Por saberme preso, me juré no volver a escribir.
Regresaba a casa luego de aburrirme caminando por la cuadra. La esperanza de ver a la chica de ojos negros -ya contaré sobre ella- que vivía a tres casas de la mía se había esfumado cuando encontré la ventana de su cuarto apagada. Nueve y media de la noche: imposible que siga en casa. Caminaba, entonces, pesimista ante la seguridad de estar solo en sábado. De pronto, algo inesperado me sucedió. Las ideas que atacaban mi mente de lunes a viernes en clase -sobre todo de trigonometría- volvían. No las podía controlar. Me imaginaba escribiendo. Me veía culminando una aventura, trepando las paredes, llorando de amor, viviendo una vida que no era mía pero que pasaba por mi mente de forma tan clara y palpable que hubiera sido un crimen no contarla. Me esforcé por que desaparezca. Me rehusaba a escribir y ser escritor cuando desde niño había deseado estudiar medicina, cuando había dicho una y otra vez que ni siquiera me gustaba leer -no era lo adecuado, pensaba, no cuando en tu entorno no leen-. Sin embargo, no resistí. Escribí. Dejé que se apodere de mi voluntad y decidí, entonces, quedar encerrado de por vida a sus mandatos.

Definitivamente, nunca olvidare ese sábado.