miércoles, octubre 22, 2014

Tengo un secreto



Tengo un secreto, 
uno de dos piernas, cabello negro
y ojos pequeños. 
A menudo alza la cabeza 
para corresponder las sonrisas 
que he reservado para ella, 
o camina conmigo 
por el sendero de los sueños, 
de las lagrimas, 
ahí donde nuestros corazones 
nos lleven.
Tengo un secreto
con nombre de diosa egipcia, 
que no le teme al tiempo 
ni a la indiferencia, 
que sabe luchar sus batallas, 
andar lejos, 
que no le importa ensuciarse las zapatillas 
o las manos, 
que me mira unos segundos 
antes de sacar la lengua,
que se ha vuelto mi amiga y mi confidente, 
que me recuerda el sabor de lo imposible 
y la impotencia errante. 
Tengo un secreto con voz de mujer, 
pasos pausados y labios eternos.
No le digan que la quiero en secreto 
pues ninguna palabra es suficiente 
para tenerla al fin conmigo.  

martes, septiembre 23, 2014

Una noche más



Antes de salir de casa procuró llevar consigo la cajetilla de cigarros con sabor a canela que le había prometido a Isabel. Había dado su palabra de caballero, por lo que pasar por alto ese detalle hubiera significado una vergüenza imperdonable. Y por más que Isabel, con esa sonrisita picara y tierna con que suele recibir a los lujosos caballeros que van a escucharla cantar en ese pequeño bar en Barranco, le hubiera perdonado su distracción, y hasta uno o dos besos fugaces le habría regalado con tal de no hacerlo sentir culpable y estúpido, él, que se había jurado en secreto cumplir a cabalidad cada capricho o mandato de la señorita, no se lo hubiera perdonado nunca.

Una vez afuera, cruzó el largo parque de su casa para llegar a la próxima avenida. Tomó el primer taxi que encontró y le pagó sin chistar el abuso económico que el chofer exigía por atravesar la ciudad hasta el bar. Eran medidas que él había previsto mucho tiempo atrás, cuando, caminando en busca de un lugar cómodo dónde tomar una cerveza y escuchar un poco de música, decidió ir lo más lejos de su casa posible, y encontró en aquel lugar la figura poderosa e impactante de una mujer con falda roja y saco negro que traducía en canciones emociones tan íntimas y cercanas que uno no podía hacer más que someterse a las historias que ahí se narraban. Ningún costo entonces era alto o impensable con tal de tenerla cerca la hora y media que duraba el show porque Isabel representaba algo más intenso y poderoso que una simple figura, algo más duradero y estético que la propia estética; era ella algo más que una canción o una cerveza, más que una conversación y miradas cómplices de amantes fugaces. Era ella todo lo que la magia oculta tras un velo negro. Era ella aquel acto secreto de volver material y real lo inimaginable, lo imposible y lo cósmico. Isabel, y sé que me estoy quedando muy corto con la narración, era la belleza traducida en voz, ojos y labios. 

Las piernas del hombre se movían impacientes en el asiento del copiloto mientras veía cómo las avenidas y plazas se iban quedando atrás. Su deseo por llegar y hablar con Isabel, los pocos minutos que ella le permitiera, lo mantenía en pie. 


Miraba el reloj y cogía con la otra mano la cajetilla de cigarros que guardaba en el bolsillo interno del saco, cerciorándose que continuara ahí, que no se le escape como tantas otras cosas antes en su vida. 

Luego de estar seguro que todo estaba en orden, volvía a la realidad perturbadora, ajena y lejana de la nostalgia. Volvía a los recuerdos de Isabel, a esa noche de lunes donde una copa de Cuba Libre le dio el valor para acercarse a preguntarle su nombre. Volvía a verla referirse a sí misma en tercera persona y recibirlo no con sorpresa o apatía sino con familiaridad y buena gana. Volvía a los recuerdos donde ella le pedía esperarla unos minutos porque debía coordinar algo con el dueño del bar, que luego podrían conversar un poco. Volvía a verla sentada frente a él, riéndose de sus chistes sobre libros antiguos y poetas muertos, sobre hombres solitarios y canciones dulces como las que ella canta y recita y enamorada todas esas noches de lunes en que él va a verla. Volvía, entonces, al instante en donde ella le aceptaba salir a caminar, a ver el mar en el malecón de Sáenz Peña. Volvía, sin más, a sus labios rojos pronunciando palabras que no vienen al caso pero que él amaba en secreto y que lo hicieron sentir tan completo y libre que tratar de mencionar más sobre esas emociones no le harían justicia a lo que vivió aquel momento. 

Nada estuvo dicho, sin embargo, pues cuando la poesía y la belleza se unen a los latidos furiosos de dos semejantes solo se puede traducir en pasión y lascivia. Por eso, él, ya borracho, y ella, ya embriagada por el cántico del hombre solitario, tomaron un taxi que los llevó hasta un pequeño cuarto en Pueblo Libre. Compraron en el camino una botella de pisco y una de Tampico, se aseguraron que los cigarros no faltaran y subieron a la habitación del tercer piso. La charla que siguió en aquella cama, envuelta en frazada roja, le abrió paso a los primeros besos en el cuello del otro, a las primeras caricias y besos fuertes y dulces e intensos; a los roces de sus sexos encontrándose por primera vez, a la primera muestra de pechos al viento y piernas enredadas, a los gemidos sonoros y a la cópula ya imaginada, ya soñada, ya pensada y tal vez ya conversada. Ese lunes ella no fue de él sino él fue de ella.

El bar se encontraba cerca y el hombre buscó dentro de su billetera la cantidad de billetes y monedas necesarias para pagar la carrera. Le pidió al chofer que lo dejara en la esquina  pues deseaba fumar un cigarro, para darse valor, antes de hablar de nuevo con Isabel. 

Una vez en el sitio y el arreglo pactado había quedado ya consumido, el hombre bajó del vehículo, prendió uno de los cigarro con sabor a canela que a él no le gustaba pero que Isabel deseaba probar con afán. 

Dio un paso y otro, y revivió una vez más el martes en que la fue a buscar de nuevo. Ella estaba ahí, cantando, con esa falda roja y esos labios grandes, con esa mirada que parecía querer estallar en lágrimas, en fuego; en todo eso que él deseaba ver de cerca una noche más. 

Al terminar la hora y media del show, el hombre fue a saludarla pero otro más joven y vigoroso que él adelantó el paso y se la llevó del brazo al rincón más apartado.  

Desde aquel lugar, el hombre vio cómo Isabel se prendía de su cuello y su pecho, cómo salía después del bar con él de la mano y cómo se perdía en la distancia. 

Sin poder entender, el hombre regresó al día siguiente para hablar con ella y preguntarle por qué, pero no tuvo respuesta o tal vez no la buscó, solo se quedó mirándola y mirándola, distraída, distante. 

Se juró nunca más regresar a verla, pero el lunes que le siguió no pudo más y corrió hasta el bar, esperó que las personas terminaran de aplaudir y que ella se alejara del escenario y fue a su encuentro. Isabel, extrañada, le devolvió una sonrisa en respuesta a las replicas que él le daba. 

Tal vez para ella él era como un novio celoso que había que calmar con besos y promesas.

Esa noche de lunes, el hombre la tuvo de nuevo entre sus brazos y piernas, y, martes ya, otro hombre ocupó su lugar en sus narices. Fueron entonces los lunes los días en que él iba a escucharla cantar para llevársela consigo. Eran los lunes entonces los días benditos donde su amante incandescente le regalaría una o dos horas más de lo necesario. Eran los lunes sus días, y los martes y los miércoles de otros afortunados, de otros seres enamorados de la chica. Era así y esto él no lo cambiaría por nada.

Cuando el cigarro se terminó por fin, el hombre cruzó el portal de la entrada y le pidió al mozo lo mismo de siempre: Cuba Libre. Miró al escenario y aplaudió fuertemente la salida de su amante. Isabel lo recibió con una mirada cómplice como diciéndole ‘una noche más’.    
         

domingo, septiembre 14, 2014

Color lila


A la muchacha color lila dueña de la foto


Una fotografía pegada en la pared de un cuarto, aquella color lila de ojos inolvidables, de sueños inalcanzables, poseedora de luz y felicidad.

Una chica, dentro de la foto, distante, distraída, radiante, de golpes certeros y sonrisas sinceras; de palabras sensatas y de eterna inocencia;  de discreta ternura y de labios delgados.

Un muchacho, de quince o dieciséis, soñador a tiempo completo, escritor de cuadernos, tímido por experiencia y amante de la imagen de la chica, de la belleza de su rostro, de la lujuria de sus gestos.

Y ese muchacho,  que  va y viene sin detenerse, mirándola por horas, sabiéndola tan alta, distante, imposible de capturar, de enamorar.

Ese muchacho, que suele preguntarse: ¿Qué decirle a una foto? ¿Cómo conjurar rojo pasión cuando el lila es el color de la paz, de esas victorias que se sueñan con ser alcanzadas? ¿Cómo llegar a ella cuando te sabes tan plebeyo y ella tan princesa? ¿Cómo tomarla entre tus brazos si el frio papel devuelve con placer la energía y el hechizo de tan impresionante diosa? ¿Cómo no morir de a pocos si el clímax de su amor y desamor  te deja pues sin armas y sin fuerzas?

Entonces los años pasan y la fotografía sigue ahí; y el muchacho aprende a mirarla de reojo, a imaginar una palabra que pueda enamorar aquella media sonrisa, aquel cerquillo negro, aquellos colores tan llenos de todo, tan completos de magia, tan ajenos al mundo, tan dueños del universo, de su universo y de sus días y de sus horas y de sus sueños de adolescente, de joven, de hombre, de escritor, de padre…

El golpe de los años llega de repente, sin anunciarse, y la distancia se abre paso entre el muchacho y la fotografía.

'¿Te vas?', parece querer preguntarle la imagen.

Y él, que nunca supo como ser sincero cuando hay que serlo,  no responde y sale del cuarto para nunca mas regresar; y al cerrar la puerta comprende que una parte de sí mismo se quedará por siempre en ese lugar, en esa fotografía, en esa chica color lila de besos pausados y promesas eternas, en ese sueño inalcanzable y hermoso que fue su presencia, que fue su ausencia, pero que logró atravesar paredes y hechizar con su encanto, que lo hizo conocer el amor en los tiempos en que esta palabrita no tenía ningún significado.  

‘Adiós, amor’, quiere decirle, pero no lo hace.

‘Adiós, amor’, parece responder la foto.

Pero el muchacho, lejos ya, no puede verla, y camina lentamente hacia su destino, llorando en silencio el tiempo que perdió admirando la imagen sin poder amar a la muchacha.  

   

martes, septiembre 09, 2014

Por aniversario




Existe una pregunta que, por mucho tiempo, no he podido responder con claridad: qué es ‘Ahora qué hago?’… No he podido porque ni yo mismo supe muy bien qué es o a qué se dedica o cuál es su función o por qué, después de 7 años, persiste en la idea de mantenerse vivo, de no extinguirse como tantos otros ‘blogs’ de amigos, como tantos otros espacios extraordinarios que el tiempo y las ocupaciones alimenticias no hicieron más que apagar esa llama que los escritores lograron hacer brillar espléndidamente.

No sé si ahora tenga una idea más clara. Tal vez nunca la llegue a tener. Pero si he conseguido concretar una aproximación…

‘Ahora qué hago?’ es, más que nada, un espacio experimental. Así es: un borrador, un cuaderno viejo y maltratado por los años pero que conserva ahí momentos vividos, sueños de los que ya se ha hablado mucho y que siguen tan vigentes y tercos que puede que nunca muera o que muera en cuanto muera el portavoz del sueño.  

En ‘Ahora qué hago?’ quise no pegarme a un régimen, a una rutina o a un solo estilo. Aquí  he experimentado con todos los estilos literarios que me han sido posibles y que, no con poco esfuerzo, he aprendido en mi camino como escritor. Por eso no es de extrañar que un día alguno de ustedes se cruce con un poema, una crónica, un ensayo, una entrevista, un cuento o un microrelato.  Y es que considero que la literatura no debe regirse a una sola estructura (aunque no buscar una estructura es casi igual a estructurarse algo) pues las historias son eso: historias;  y los grandes escritores (aquellos que su obra y pensamiento trascendieron el tiempo y el espacio) no se dejaron convencer por lo establecido sino que rompieron barreras y fueron más allá que sus antecesores. Un escritor no debe conformarse con la narración que consigue en su texto más ambicioso sino que debe exigirse buscar algo que pase los limites, que explote en la cara y que al leerlo digamos que, efectivamente, aún queda mucho por conocer, explorar y leer.

Con este post quise abrir un paréntesis a modo de celebración por la semana de aniversario de aperturado el blog. 

Fue en setiembre del 2008 donde colgué mi primer relato. Lo hice con mucho entusiasmo,  incapaz de imaginar la extensión del mundo que tenia por conocer. En el camino conseguí buenos amigos y con ellos compartí experiencia y diálogos tan amplios, sinceros y conmovedores que contarlos no seria suficiente para revivir la atmósfera que ahí se creó.

No sé que más cosas me deparen el futuro, y es mejor así pues la conciencia de algo vuelve temerosos o muy confiados a los hombres y no hay nada más enriquecedor para el escritor que vivir soñando.

Tal vez hayan muchas (o pocas, por qué no) cosas que quieran saber de mí. Encantado puedo hacer otro paréntesis en el blog para contarlas. Si es así, déjenme sus preguntas en sus comentarios.  

Es un mes de cambios y de recuerdos. ‘Ahora qué hago’ merece un pequeño respiro y Alexander López, un servidor, dará la cara por mientras. 


Ese soy yo


jueves, septiembre 04, 2014

Si te recuerdo...



- Si te recuerdo, abusas del poder que tienes en mi memoria. Juegas conmigo, me haces soñar, y pensar que todo puede volver a ser como antes, que nada se ha perdido, que me amas aún, que también me recuerdas. Si juegas, yo vuelvo a la vida, camino feliz, sabes, y dejo de pensar en el amor que había estado perdiendo, pero que logré recuperar días antes de que te vayas, que me dejes y te olvides cuanto te amo, cuanto me amas.  Si te recuerdo, vuelvo a llorar. Pero no debo seguir haciéndolo. Siempre me dicen que debo dejar atrás las cosas, recuperar mi vida o emprender nuevos proyectos que mantengan mi mente alejada de tu recuerdo. Yo les digo que ya lo sé, que tienen razón, que lo intentaré. Sin embargo, te amo. Sin embargo, amor, regreso a ti y vuelvo a llorar y a sufrir y a saber que solo te tengo unos instantes porque luego debo regresar a casa a vivir la misma soledad que me dejaste como regalo, sabiendo que tal vez no me escuchas, no me piensas, no me sigues ahí donde estás haciendo quien sabe qué cosas. Y te amo, sabes, y  sé que  me amas también.

- Debemos irnos.

- No fue fácil llegar a ti. Estuve en casa varios días sin salir. Parece que ya perdí el empleo. No me importa. Mira, ya sé lo que estarás pensando: el trabajo es muy importante. No he tenido ánimos para ir a trabajar, es todo. De alguna manera me acostumbré a asistir gracias a que me recordabas que habían cuentas que pagar, que el regalo para fulano o mengano no sería gratis, y ahora que no escucho esa vocecita a veces fastidiosa y pegajosa no tengo ganas de ser responsable o de ganar dinero para hacer regalos o pagar cuentas. Las tarjetas ya deben estar bloqueadas. Mejor, nunca me gustó el crédito. Con los pequeños ahorros que tuvimos vivo en austeridad pero en paz. Mañana o pasado visitaré la oficina, renunciaré y luego esperaré la liquidación y todo lo demás que me corresponde por ley. Si, ahora alzo la voz para reclamar mis derechos, ya no espero que otros lo hagan por mí. Siempre me repetiste que hay que reclamar ante las injusticias, ser libre de expresarnos. Ya lo hago, sabes. Ya reclamo. Hasta cuando alguien quiere colarse en el supermercado le digo que no lo haga, que no está bien. Seguro estarás feliz.

- Seguro que sí. Ya vamos. Es tarde.

- Dicen que debo irme. No quiero. Quiero estar contigo. Quiero contarte que te extraño, que he vuelto a pintar, a ver animes, a escuchar The Police. Te acuerdas cuando cantábamos casi gritando, olvidando a los vecinos, sintiéndonos dueños del mundo. Dejamos de hacerlo con el tiempo. No sé por qué. Escucharlo ahora me hace feliz, me ayuda a nunca olvidarte, a no hacer caso a las personas que dicen que debo dejar tu recuerdo atrás. Dicen que piense en mamá, en mis hermanos, en todos a los que he abandonado por llorar tu partida, por no aceptar que ya no estás conmigo, que nunca volverás a mi lado, que ese amor tan grande que tengo debo dejarlo a un lado para no seguir llorando. Y no quiero. Y te amo, mi vida. Y nunca te vayas, por favor. Regresa. Regresa, por lo que más quieras. Regresa y trabajaré, y no te molestaré con mis preguntas tontas, con mis dudas. Regresa o llévame contigo. Llévame que no quiero estar sin ti. No quiero. Voy a enloquecer.

- No llores más. Ven conmigo.

- Adiós, mi amor. Volveré, te lo prometo.


- Sí, volverás.

jueves, agosto 28, 2014

La señorita Ortega



Solo una fotografía ha quedado grabada en mi memoria de aquellos días donde tres o cuatro carpetas de colegio me separaban de la señorita Ortega. Y esta fotografía, ennegrecida por los años y las derrotas, es el único alimento nostálgico que ingiero poco antes de conocer a la muerte. No, no es una imagen alegre o triste o confusa, es más bien de una situación común, de un hecho tan simple y sencillo que podría pasar por aburrido, pero tan intensa como los recuerdos que guardamos de un abrazo o una larga charla con algún ser querido. La imagen va más o menos así:

La señorita Ortega (la vejez me hizo olvidar su nombre y es lo que más lamento) era para el salón de clases lo mismo que las alegrías para el bienestar saludable del cuerpo. Llevaba siempre en el cabello un listón amarillo amarrado a su cola de caballo, una falda que le quedaba por debajo de las rodillas, unos zapatos de charol y una sonrisa sincera.

Una visita a su prima, compañera nuestra en el aula, en alguna de las actuaciones que el colegio realizó, bastó para que el año que siguiera se incorporara emocionada con nosotros. Solía decir que le había gustado mucho el grupo y que las instalaciones eran muy parecidas a las que se veían en las telenovelas mexicanas. Cierto esto o no, la señorita Ortega nos acompañaba ya y valía pues la pena cualquier semejanza con las telenovelas mexicanas, argentinas o coreanas.

No sé si yo la noté desde el primer instante. Pero poco importa en realidad esto pues el hecho resaltante es que en un momento dado volví la vista desde mi pupitre y la vi sentada escribiendo, tal vez la clase de la profesora o un poema o una canción de José José, en su cuaderno; y esa visión de su sonrisa dirigida al cuaderno, de su cabello recogido y el listón amarillo fueron para mí la expresión máxima de belleza. Descubrir que existía, entonces, fue como si recibiera un golpe directo en la cara, obligándome así a despertar de un largo sueño mientras que por la ventana mas próxima todas las ideas que antes tenía sobre la vida son lanzadas sin piedad. No exagero si les aseguro que todo en este mundo perdió su forma y dejó de tener sentido.

'Señorita Ortega', escuché de pronto.

Era la maestra.

Asustado, regresé la cabeza a la pizarra pensando que yo había sido descubierto mirando a la chica nueva y que aquel 'señorita Ortega' era en realidad 'joven Alejandro'. Descubrir, sin embargo, que no había sido así no me hizo sentir mejor puesto que la que sería amonestada era la chica que acababa de remecer todo mi mundo.

'Preste atención a la pizarra... ¿o prefiere venir a mi lado a explicar la lección conmigo?', le dijo la maestra, 'usted es nueva y no querrá ganarse una visita a la dirección'

Se escuchó en el salón algunas risitas ahogadas. Y para estos desconsiderados la maestra tuvo otra amenaza: 'Silencio o los mando también con la señorita Ortega a la dirección'

'Disculpe, profesora', dijo en respuesta la señorita Ortega.

'Disculpe, profesora', pensé, repitiendo sus palabras. Así se escuchaba su voz. Así era el sonido maravilloso de la felicidad, del amor. Así debían de sonar las campanas del cielo anunciando la llegada de una buena alma. Ese tenía que ser el sonido de la vida, de las cosas maravillosas y eternas que nos aguardan para procurarnos felicidad. Escuchando esa voz debía llegar a anciano, y cerrar para siempre los ojos con esa palabrita: 'profesora'. No me cabía la menor duda.

'Joven Alejandro...', escuché por ahí. 'Joven Alejandro, mire también usted la pizarra...'

Era ella, la maestra, despertándome de la visión de mis últimos días. Mi atención se había centrado nuevamente en la señorita Ortega. Alarmado pedí disculpas no sin antes mirar a mi compañera por última vez.
La señorita Ortega, sabiendo que me habían llamado la atención por estar mirándola, me regaló aquella mañana una mirada, la misma que acompañó con esa sonrisa que tanto recuerdo.

Ahí termina mi visión de la fotografía. No hay nada más. La señorita Ortega fue tanto mi amiga como la fue del grupo, y al finalizar el año escolar otro colegio le recordó aun más a las telenovelas mexicanas que no dudó un segundo en cambiarse.


La recuerdo más ahora porque la muerte no es más que la culminación de una vida; y mi vida fue muchas cosas pero más que nada fue la prolongación constante de ese primer encuentro con el amor, de ese primer instante de felicidad completa.

viernes, agosto 22, 2014

¿Recuerdas?

La foto es de la maravillosa escritora rusa Liudmilla Petrushévskaya. No encontré otra imagen que represente mejor la historia.
           
         
Estoy decepcionada de ti, Jota. Así como escuchaste. Oh, por favor, no me mires de esa forma como si yo tuviera la culpa de algo. Deberías estar pensando, más bien, en cómo salir de la situación en la que te encuentras, porque si te vieras en un espejo lo maltrecho y desarreglado que andas, no podrías creerlo. Aunque, si lo pienso con un poquito de calma, segurito terminarías por echarme la culpa. Ni más me faltaba.

Como te iba diciendo... ¿Qué te iba diciendo? Oh, claro, te ves muy feo. Mira tu pelo lleno de polvo y tierra y estas manchas rojas que me desesperan, y que por más que trato no logro sacarlas con la mano; de repente si busco una toalla con algo de agua. No, no ¿por qué habría yo de pararme para hacerte más favores? Es tu turno de ocuparte de ti. Te he mal acostumbrado y ya debes ir aprendiendo a ser autosuficiente porque no te voy a durar toda la vida, y si no lo haces desde ya, vas a terminar muy mal. Ya deja de mirarme, te digo. Levántate mejor que ya amanece. ¡Ay!, cierto, hoy me tocaba ir a comprar el pan. Mira donde anda mi cabeza que olvido eso tan importante. Sí, sí, Jota, querido, dedico mi tiempo en pensar tonterías, pero debes saber que perderte me causa mucho daño, y no podría imaginar que otra te hace feliz. Sé que no debo empezar con lo mismo de siempre, pero eres tan perfecto. Ya, ya, deja de acusarme con la mirada, Jota, voy a intentar ser menos celosa y más paciente contigo.

Recuerdas cuando éramos enamorados y me escribías un poema cada semana, decías que era tu luz, tu sol, tu luna, tu todo y yo te miraba y te besaba. Recuerdas que me prestabas libros (que al final nunca terminaba de leer) y me llevabas a pasear a la Plaza Manco Capaz, y a librerías, y me decías que querías ser escritor pero que no te sentías con el talento necesario; sin embargo, échale ganas, te decía, tú puedes. Luego viajaste a Argentina a estudiar literatura en la universidad de Buenos Aires. Me dejaste, recuerdas. Escribías esas cartas tan románticas, primero, a diario, semanal, mensual; y luego yo tenía que llamarte y escribirte y preguntarte cómo te iba, si estabas bien, si necesitabas algo. Me decías: no, bebé, todo bien. Yo te creía porque te amaba, sabes, te quería al extremo que me desnudaba frente a la cámara web y cumplía al milímetro cada capricho sexual que hayas tenido en ese momento. Me decías que necesitabas estar conmigo, que te tocabas todas las noches pensando en mí. Eso me ruborizaba, pero me ponía contenta porque sentía que era parte de tus noches, de tu vida, de tu existencia. Que  lindos momentos. Yo pasaba los días estudiando enfermería en un instituto en la avenida México. Tenía veinte años y tu veinticinco, recuerdas. Soñaba que viajaba para la Argentina a reunirme contigo, hacíamos el amor en tu cuarto en Tigre y regresábamos juntos al barrio. Estaba tan enamorada. De acuerdo: tú también me amabas. Estábamos tan enamorados. Oh, claro que sí, hasta parece que ya estás sonriendo.

Cuando regresaste a Lima habían pasado siete años. Te esperé en el aeropuerto. Nunca llegaste, me dijiste que habías tenido un percance. Al día siguiente, fue lo mismo. Llegaste a las dos semanas. Me llevaste a un hotelito en la avenida Manco Capac. Antes de ir a casa de tus padres para darles la sorpresa, almorzamos comida arequipeña en el Chaucalla. Esa noche me ofreciste matrimonio. ¡Oh, dios!, ahora que soy vieja cómo recuerdo esos momentos tan lindos. Eres mi musa, decías, sin ti no puedo escribir. Conseguiste trabajo como profesor de literatura en un colegito cerca a Matute. Es provisional, me dijiste, ya pronto publico una novela. Nos casamos por civil a los dos meses, fuimos de luna de miel a Buenos Aires, me llevaste a Caminito y muchos lugares lindos. Cuando regresamos seguiste escribiendo tu novela. Un amigo tuyo te ayudó a publicarla. Fuimos de gala a la presentación en una librería muy conocida. Con el dinerito que te dieron alquilaste una casa en la avenida Arriola, no puedo dejar mi distrito, me dijiste, es parte de mí; y yo estaba de acuerdo porque yo también había nacido y crecido aquí. Decidiste vivir una vida de escritor mientras yo decidí vivir una vida de madre. Dejé mi trabajo de enfermera para dedicarme a los hijos que iban llegando. Nunca estuve más feliz que en esas tardes en la terraza, tomando una coca colita con bastante hielo y escuchando música. Eras joven, fuerte, te sentías capaz de conquistar el mundo. Hasta salías todos los domingos a jugar al futbol con tus amigos. Eras feliz, y yo también porque te tenía a mi lado.

Mírate ahora, Jota: viejo, casi sin cabello. No te me eches la culpa, sabes que lo único que hice toda mi vida fue dedicarme a ti. Fui una madre ejemplar y una compañera dedicada. Traté de que me vieras siempre como una mujer atractiva, por eso gastaba dinero en ello, y te hacia feliz, lo sé, ir vestida como una reina. Dedicaba mis energías a hacerte feliz en la cama, y cuando estuvimos en esa maldita época y no querías tocarme, te comprendía, no te hacia saber mi molestia, mi preocupación. Te adoraba con mis caricias, con mis alientos. Estuve contigo cuando nadie compraba tus novelas y llegabas a casa ebrio, gritando, botando a los niños, y con olor a prostitutas; llorabas en mis piernas mientras me confesabas haber tocado cuerpos de mujeres jóvenes en esos sucios cuartitos de bulines, y yo te acariciaba los cabellos porque te amaba y comprendía que lo hacías porque odiabas tu trabajo y porque no eras el escritor que deseabas ser. Al día siguiente, no recordabas nada.

Tus ánimos cambiaron cuando conseguiste trabajo en la universidad San Marcos como profesor. En un año y medio publicaste dos novelas. Aún recuerdo tu brillante sonrisa al contarme que todos tus alumnos la habían comprado, que recibías las felicitaciones de tus colegas y jefes. No recordaste, ¿verdad?, en esos momentos, tus días de bulines y meretrices. Seguro que nunca se lo contaste a esos señores importantes que se emborrachaban en nuestra casa mientras jugaban cartas y hablaban de cosas que no entendía. No te importaba entrar a nuestro cuarto ebrio, despertarme, y hacerme el amor luego de tantos días de rechazo y abandono. Pero yo te lo permitía porque era mi deber. ¿Ya lo has olvidado? Claro que sí.

¿Por qué no dices nada? Prefieres el silencio. Prefieres mantener los ojos y la boca abierta, acostado sobre esa cama. Prefieres quedarte quieto sin pronunciar ni una palabra.  Prefieres que siga hablando. Prefieres saberme perdida sin ti, como la vez que decidiste irte de la casa para vivir a la Argentina con esa mujer que habías conocido en uno de los bares de mala muerte que visitabas. Dejaste tu trabajo en San Marcos y huiste con ella para vivir una vida de adolescente.

Estuviste muchos meses sin comunicarte con tu familia. Tu hijo mayor, Luis, que ya había cumplido veinte años me preguntaba por ti todas las noches mientras metía a sus enamoradas a su cuarto, al igual que Miguel, Gabriel y Sebastián. Habían salido tan iguales al padre.

 Sé que me veo ridícula diciendo estas cosas de mis hijos, pero es que qué podía esperar si tenían un padre cobarde como tú. Qué les diría para llevarlos por el buen camino si yo lloraba todas las noches recordándote a mi lado, sabiéndome tuya frente a esa cámara web, saboreando juntos comida arequipeña. Cómo podía si con el paso de los días iba volviéndome más y más anciana.

Qué puedo decir ahora, si ya los años han pasado, Jotita, si ya las cosas han cambiado. Te diste cuenta que yo te hacía falta y por eso me llamaste esa madrugada a decirme que por favor te enviara dinero, que querías regresar a mi lado. Yo, enamorada y ciega como estaba, viajé con los ahorros (dejando a los niños en casa de mi hermana) y te saqué de la miseria donde vivías. Porque debes recordar que vivías en la miseria: un cuarto pequeño lleno de polvo y las paredes despintadas y ennegrecidas por el paso del tiempo; una camita sin sabana y cucarachas caminando en ella. Me abrazaste y me dijiste que te perdone, que habías sido un tarado, que te habían engañado, que no comías desde hacía muchos días, que tus amigos escritores te habían dado la espalda, que te diera una nueva oportunidad.

Estúpida y enamorada, te la di. Y te la di porque te amaba, porque te amo.

Pero cómo es la vida de pendeja. A nuestro regreso, luego de dos años de paz, nuestra situación económica empeoró y como no te quisieron recibir de nuevo en San Marcos tuviste que aprender oficios modestos.  Nuestros hijos eran incapaces de ayudarnos. El mayor salió del país en busca de su vida y el otro se fue a vivir a la casa de sus suegros por embarazar a esa muchachita; los dos últimos aprendieron, a duras penas, a compartir la pobreza con nosotros.

Te daba vergüenza salir a la calle, que te reconozcan, que digan: oh, ahí va el autor de "Memorias de una mente distorsionada" y "El arma del desarmado" y "confesiones del hombre pez", con martillo y clavo a reparar la puerta de su vecina, la señito Miriam. Y no pensabas que yo tenía que preocuparme por el bienestar familiar. No volviste a escribir. No volviste a decir nada. No volviste a visitar prostitutas. En cambio, te dedicaste a la bebida y a la televisión. Te olvidaste de mí, Jota.

Jota, carajo, despierta de una buena vez y dime algo que ya me cansé de llorar y de mover tu cuerpo. Por qué no te mueves, Jota, dime algo por favor, mi amor. No puedes estar así de tranquilo luego que te dije todo lo que te dije, Jotita. Jotita, como te gustaba que te diga cuando éramos enamorados. Jotita, acaso quieres verme sufrir más. Dime que estás bien, que lo que te hice no te causó ningún daño, mi amor, dímelo para poder abrir esa maldita puerta que toca desde hace rato y por más que intento e intento, no logro ignorar. Oh, dios mío, debe ser nuestro hijo, que mala memoria tengo. Oh, por favor, Jota, ponte de pie. Hazlo te lo pido. Deja de bromear, de hacerte el interesante. Deja de hacerte el muerto...


No, no, sácate eso de la cabeza. No podrías estar muerto sólo porque te puse ese polvito blanco en tu vaso con agua para que tomaras tu pastilla. No te puede haber dado un infarto sólo porque lo deseé con todas mis fuerzas luego de todas las maldades que me hiciste. No puedes. No debes, mi amor, Jotita. Dime que no estás muerto. Parpadea, te lo pido, parpadea y ámame antes que tu hijo entre por esa puerta y se dé cuenta que esta mujer, su madre, que te amó tanto, acaba de matar a ese hombre, su padre.

miércoles, agosto 13, 2014

Fuego enemigo



En medio de la batalla, Joan, cayó, de pronto, de bruces contra la tierra.

Mientras tanto, a medio día de distancia, las huestes del general Kroll vieron como un fuego proveniente del pueblo Mord acariciaba las nubes tiñéndolas de rojo y negro, impregnando, además, en el ambiente el asfixiante aroma que despiden las cenizas, el sudor y los cuerpos calcinados. Aumentaron pues la velocidad para así repeler la invasión.

Una ligera punzada en el corazón de los caballeros los hizo preguntarse si es que era demasiado tarde, si habían caminado en vano durante veinte días sólo para ver morir a sus hermanos y hermanas  en manos de los enemigos. El frío, el hambre, el cansancio, el sacrifico, todo, no valía ya la pena pues nunca llegarían a tiempo. Por sus mentes cruzó fugazmente la conciencia de la derrota.

 -Nunca llegaremos – se escuchó decir por ahí.

Y tras ese lamento les siguió otros y otros. Y cuando los lamentos no bastaron para calmarlos, los rugidos de ira, impaciencia e impotencia se hicieron tan fuertes como el crepitar de los maderos de las casas que eran destruidas, como el olor a sangre y vomito, como los gritos desesperados de las mujeres y los niños.

-Si el emperador nos hubiera mandado antes…

-Si la tierra no fuera tan accidentada…

-Si no fuera por esa maldita nación…

Si lo esto y si lo otro y si lo aquello…  La furia y la pena comandaban ya en sus corazones. Algunos culpaban a la lenta reacción del emperador cuando la noticia de la invasión en el norte llegó a sus oídos y éste, en vez de reforzar de inmediato el flanco debilitado, quiso entablar una negociación pacífica con el enemigo. A los caballeros procedentes del norte no les hizo gracia pues desde muy pequeños fueron criados para defender sus tierras a costa de su propia vida. Estaban convencidos que cuando se derrama sangre familiar la única respuesta lógica es la venganza. El emperador, que había viajado por mucho tiempo a occidente y que de ahí trajo ideas ajenas a la forma de vivir del pueblo, se rehusó a empezar una guerra. Al poco tiempo, sin embargo, más noticias sobre invasiones y muertes llegaron al palacio. El odio del enemigo era implacable. Se puso a cargo entonces del general Kroll cinco mil caballeros para detener la marcha del enemigo.

Otros, en cambio, culpaban a la nación usurpadora de todos los males. Una traición como la que ellos habían tenido, sin importarles la ayuda económica que en algún momento se les dio, era inaceptable.
Sea cual sea el caso, el pueblo de Mord se reducía a cenizas antes sus ojos.

-¡Malditos sean los dioses y los usurpadores!

El general Kroll, cuyo aliento se extinguía a causa de la larga caminata y del aumento de la velocidad, pero que conservaba aún la vitalidad y la euforia de sus años de gloria, gritó: 

-Basta de lamentos y quejas. Nuestros hermanos mueren en Mord. Conserven sus fuerzas para el enemigo.

-¡Muerte a los invasores!- corearon en respuesta.

-¡A las armas!

-¡A las armas, caballeros!

Así, abriéndose paso entre la vegetación, y al ritmo del ¡Bom bom bom! de los tambores, las huestes cayeron sobre el pueblo de Mord y los invasores con todo su poder.

La resistencia aún combatía cuando los aliados llegaron. Nada amilanó sus corazones y su pundonor, y a pesar del cansancio, las saetas impregnadas en fuego, el filo de las espadas y el odio ajeno, salvaron el pueblo de su extinción…


Así fue tal vez… o así tenía que ser… ¿o así sería? Pero cómo lo sabría Joan si yacía casi inconsciente y sin fuerzas en el suelo, esperando a sus hermanos, al legendario general Kroll y los caballeros que darían la vida por el pueblo de Mord y sus hijos.     

viernes, agosto 08, 2014

Promesas




Al maestro Cortázar 


Una taza de café, un cigarro, y mucho silencio, era lo que hacia falta para empezar a leer la novela que María, su novia, le había recomendado con tanto afán. Por fortuna esa noche no había nadie en casa, y nunca le faltaba cigarros, así que el único problema era ir a la cocina, poner a hervir el agua y preparar algo de café.

-¡Bah! Preparar café nunca es problema.

Mientras esperaba que el agua hirviera prendió la televisión. Para variar, no había nada bueno, sólo programas de competencia, algunos  noticieros, y una novela coreana de los 90’s y que en su momento fue tan vista que hasta le había ganado en sintonía a las mexicanas. Pasaba por los mismos canales una y otra vez sin detenerse mucho tiempo en ninguno. Odiaba la programación nacional y no se atrevía a buscar algo en el cable por temor a encontrar algo que le llamara más la atención y entonces María estaría muy decepcionada de él. ‘Las mujeres y sus cosas’, pensó.

-Luego dicen que uno no hace nada por ellas. Si leer no es una muestra de amor pues no sé qué es…

Listo por fin el café, se acomodó en el sofá. Sacó de su mochila la novela, la miró por el anverso y el reverso, se detuvo un momento en los comentarios sobre ella, en la biografía del autor –licenciado en letras de la Universidad de San Marcos, profesor de blah blah blah, con tres novelas y un libro de cuentos en su haber y blah blah blah-, revisó cuántas páginas tendría que leer -446: ¡asu!-, leyó el último párrafo, luego el primero -¿será suficiente con eso?-, se preguntó en qué momento prendería el cigarro, y, por último: ‘’todo lo que uno hace por amor, caray…’

-Leer es tan fastidioso… ¿Y si espero que hagan la película?

Seguro, por supuesto, que la película demoraría en salir –si es que sale- y que su novia se sentiría muy ofendida si no leía al menos el primer capitulo decidió dejar de lado el tedio que desde ya lo aburría como una ostra, prendió el cigarro, se juró nunca más permitir que algo así le volviera a pasar, y empezó con la lectura.

La primera página le resultó digerible. En la segunda comprendió que el protagonista estaba muy chiflado y que seguro la brillante novela que su novia le había obligado a leer era de esas de amores prohibidos y finales felices. En la tercera, un pequeño dolor en la coronilla de su cabeza le hizo pensar que terminar el primer capitulo sería más difícil de lo planeado. Para la cuarta página el cigarro se había terminado. En la quinta, el protagonista le hizo creer que tal vez no estaba tan loco como parecía y que sus palabras de cursi enamorado era parte de un ardid publicitario. En la sexta las típicas frases cliché. En la séptima el café se había enfriado; y en la octava las piernas le pesaban para ir a preparar otra taza.

-¿Al tipo este le pesarán también las piernas? Parece un capo del complot, no creo que sus piernas sea su mayor preocupación.

¿O lo era? Pero cómo saberlo si se volvía víctima de sus pasos, de sus amores, de sus expectativas y de sus sueños. Cómo sentenciar una historia si esta acaba de empezar. Cómo si con el paso de las horas su angustia crecía, si la espera se volvía insoportable, si la había amado durante tanto tiempo. No podía y no debía. Era necesario seguir en la búsqueda, esperar otro poco. Y mientras su sonrisa se congelaba con el frío viento de invierno, y las personas iban y venían sin detenerse, mirándolo de reojo, burlándose quizá de su inocencia, de sus eternas ganas de perder y seguir perdiendo, de las cartas de amor que le había enviado todo el mes, diciéndole que podría esperar toda la vida si fuera necesario, o de la promesa que ella le había hecho de llegar puntual a la cita porque se había dado cuenta de algo y que no podía contárselo hasta que sea el momento preciso. 

¿Era el momento preciso? ¿Lo era? Tenia que serlo. Aquel era el momento que él había esperado toda su vida. Aquel era el día en donde sus sueños tomarían la forma de aquella chica, y dejarían de serlo para volverse realidades, para volverse besos, caricias, susurros de amor en atardeceres de primavera, en parques enormes y canciones eternas. No podía dudarlo. Ella llegaría para amarlo como en sus historias, y entonces se escribiría una que llevaría a las lagrimas, que haría gritar de emoción y saltar de alegría.
Y así pasaban los minutos, y con los minutos las horas y con las horas la calma, y con la calma la desesperación. Entonces su sonrisa terminó por congelarse, por terminar con sus ilusiones. Y a pesar del tiempo transcurrido ella no llegaba.

Pero llegaría, estaba seguro.

No de pronto pero si pronto se hizo de noche, muy de noche,  las piernas le dolían y el frío le hacía doler los huesos. Había pues que resignarse, que dejarla ir. Y es que esa mujer nunca le había pertenecido. Puede que una sonrisa haya sido de él, y tal vez una mirada o dos pero nada más.

Resignado entonces, regresó a casa. Mientras abría la puerta una ligera esperanza golpeó con fiereza su pesimismo, volvió la mirada y nada.

´Mi amor nunca fue nada para ella.’

Volvió a mirar para estar seguro que ella en verdad no lo esperaba. La buscó a sus espaldas, en su sala,  en su cuarto, en el baño y la cocina; y nada. Preparó café, prendió un cigarro y se sentó en su sofá para leer un poco con la esperanza que en la literatura encontraría un poco de consuelo, un poco de paz, un poco de sabiduría.

Entonces el chico pasó una página y otra y otra, y así, preso de la historia, terminó el primer capitulo, el segundo, el tercero y la novela.

lunes, agosto 04, 2014

Que la fuerza te acompañe (IV Star Wars Day)




El domingo 3 de agosto Lima fue testigo, en las instalaciones del Centro Español del Perú, de una autentica fiebre Jedi. La cita, que contó con la asistencia de cientos de personas, provistos con ‘sables de luz’, máscaras, y demás indumentaria del universo de Star Wars, y que fueron llegando a la cuadra 19 de la avenida Salaverry en el distrito de Jesús María al promediar la 1:00 PM, dio inicio a lo que sería el IV Star Wars Day.


























Entre exposiciones, stands con merchandising, talleres Jedi para niños, de dibujos y manualidades, fotos con los personajes de la saga, muestras de arte, y mucho, pero mucho, Lego (a cargo de los genios de Lego Club Perú), el día a los fanáticos se nos fue en un abrir y cerrar de ojos.









































Hablar del universo de Star Wars, de la lucha constante de los malvados Sith cont la Orden Jedi, la pelea por el control absoluto de la galaxia, las historias individuales que se escribieron entre los personajes, el amor, el odio, las alianzas, las traiciones, las victorias y las derrotas, sería tan amplio que probablemente esta nota terminaría siendo un libro superior a las 1000 páginas. Y si tenemos en cuenta a las razas de alienígenas que van apareciendo (Ewoks, Dugs, Drovianos, Rodianos, Wookies, Twi’Leks, y un larguísimo etcétera…), imagínense. Pero que esta tan amplia información no desanime, ni genere pereza, al lector que no conozca nada sobre la saga pues no sólo es una forma de cultura sino también un medio de entretenimiento familiar tan rico que es imposible aburrirse en él.








Dicho esto, no negaré mi admiración por el universo que George Lucas, en la década de los 70’s, llevó a la pantalla grande. Entonces, y lo suelto al paso, yo no estaba ni en proyecto; mis padres eran todavía jóvenes y veían aún lejano el día que serían padres. Sin embargo, papá, eterno amante de las historias de ciencia ficción, se enamoró tanto de la temática, de los alienígenas que iban apareciendo uno tras otro, de Yoda, de Chewaka, del honor y valentía de Luke Skywalker, y la belleza, y esto nunca me lo negó, de la princesa Leia que no dudó en transferir a sus hijos esa devoción.  

Nunca faltamos a las proyecciones en el cine de los episodios I, II y III; y en la época donde los dvd’s se hicieron populares, era parte de un ritual familiar ver al menos una vez por semana una película de la franquicia.

Papá, cuando se encariñaba con algo, era tan afiebrado y constante que no había poder humano que lo separase de aquello. De él saqué ese afán por lo fantástico, y esa terquedad en la búsqueda de conocimiento.

Hoy, a su nombre, volveré a ver el episodio IV (‘Una nueva esperanza’), que era su favorito pues estaba convencido que la vida, si bien no es fácil, y que con los años uno entiende que es una lucha constante para vencer a la adversidad, vale mil veces la pena vivirla porque ‘la fuerza siempre estará con nosotros’

Ojalá papá estuviera vivo, seguro la habríamos pasado muy bien en el 'IV Star Wars Day'.