
Si bajas un poco la voz y tratas de agudizar el oído podrás escuchar el grito de pena de Mayra, la de los cabellos rizados, la de la mirada perdida, y la mujer más bella y malvada que he conocido en 35 años de miserable, pero no lamentable, vida.
Mayra estaba loca. Loca hasta los cojones. Solía preguntarme incansablemente si me sentía bien o si quería ir al baño -al principio, como es de esperar, pensaba que se refería a algún gesto estúpido o demente de mi parte, pero no-. Luego que negaba con la cabeza y seguía con el helado de vainilla y chispitas de chocolate Mayra preguntaba por la salud de mi abuela, de mi madre y, por ultimo, y sin despreciarlo, por Fidodido, mi perrito lame pies y lame bocas. Una vez saciada su pregunta miraba fijamente el vacío pensando en quien sabe cuantas vulgaridades para continuar con la conversación que nos había llevado hasta ese lugar de la avenida La Marina.
Su rizada cabellera, donde caían finas y delicadas ondas, eran de un castaño oscuro. Tan atractivo como perturbador pues siempre necesitaba averiguar si ya le había dejado de ver el pelo. Disculpame, Mayrita. No te preocupes, solo me pongo nerviosa. Mil perdones, Mayrita. Me irrita tu extrema caballerosidad. No volverá a pasar, Mayrita.
Su tez canela, sus labios rosados, sus ojos almendrados, su curvilíneo cuerpo -que producía en mi una especie de escozor crónico en la parte baja del cuerpo, ahí donde mamá no quería que me rascara con afán-, su inteligencia, sus ánimos por la lectura, su sonrisa angelical, su manos tiernas y delicadas, su cuerpo de nuevo, sus pechos, sus... sus...
Mayra era perfecta. Y no me importaba casi que estuviera loca. Es más, la encontraba atractiva por ese motivo.
Sin embargo, no todo era perfecto. O, mejor dicho, no todo era como esperaba que fuera. Mayra con el paso de los años se volvió mi amante. Hacíamos el amor en todos los rincones de su casa -su favorita era en el cuarto de su abuelita; cuando ella dormía y soltaba eructos nos encargábamos de escabullirnos y hacer el amor sin soltar gemido alguno-. Y no es exagerado mencionar que ambos fuimos la primera experiencia sexual del otro. ¡Bah!, importa una mierda si era lo correcto o no: gozábamos desmesuradamente presionar nuestros cuerpos con fiereza y pasión.
A pesar de los encuentros sexuales y del gran cariño que sentíamos mutuamente nunca mantuvimos una relación de novios formales. Ocasionalmente Mayrita me presentaba a su galán de turno y pellizcaba mi trasero cuando el pobre tipo se encontraba distraido -o distraida, si era el caso que yo le presentara alguna, cosa que pasaba muy poco porque yo vivía con la esperanza de pertenecer a su vida más de unas cuantas horas y no precisamente como el amigo sexual que Mayra esperaba que fuera-. Salíamos al cine, a la disco, a la biblioteca, a la playa, al centro comercial, y a todo lugar donde ella tuviera bien de llevarme y presentarme -yo era un ignorante completo sobre los mejores lugares de Lima y ella una erudita en la materia-. Eramos los mejores amigos aputamadrados que en la puta vida se podrá encontrar. Y tirabamos o follabamos o copulabamos o cachabamos como los adultos que deseábamos ser y como los adultos lujuriosos y arrechos que llegamos a ser con el paso de los años.
Un noche mi amiga sexual, y secretamente amor platónico, me comunicó que se iría a España porque un tío -y estaba practicando desde ya el acento- se la estaba llevando para trabajar de cajera en un supermercado. Lloré. Lloré como una niña rogándole por la virgencita y por todos los santos que sería millonario y que no había necesidad de irse tan lejos a follar con un tío desconocido -solo lo conocía por Internet y cámara web- ya que yo le daría todo lo que necesitase, Mayrita, mi amor. No soy tu amor, me dijo, y me voy. Yo voy contigo. A toma' por el culo, tío, me voy porque me voy, vale. Vale, Mayrita.
Y así mi amiga sexual se fue a Madrid y no supe de ella hasta hace unas semanas: casi diez años después.
Tomaba café en el viejo restaurante de la avenida La Mar en Miraflores cuando yo iba en el no menos viejo Volkswagen rojo que me compré al año de su partida -y que conseguí en gran precio por estar muy descontinuado-. Frené en seco. Estacioné el auto y corrí a su encuentro.
-Mayrita.
Mayra sonrió, me invitó a sentar a su lado y todo pasó como si nunca se hubiera ido. Llevaba unos meses de haber regresado. No se había casado ni tenía hijos. El hombre con el que se fue resulto ser un pegalon que la había obligado a someterse a la más bajas pasiones. Había tenido muchos novios desde entonces, trabajado todo lo que podía trabajar y ganado todo el dinero que yo le había prometido pero que, lo sabía muy bien, no hubiera podido ganar. Había amado y odiado. Había hecho mil cosas y había pasado la mejor etapa de su vida.
-Tú, a qué te dedicas.
-Soy escritor.
-Joder, tío, poeta resultaste.
Bueno yo le dije escritor pero Mayrita quiso pensar en mi como un poeta y yo quien demonios era para quitarle la ilusión.
La lleve a mi departamento en Barranco preguntándole previamente si tenía algún lugar donde la extrañarían -obviamente yo pensaba en sus padres y hermanos-. No. Te quedas conmigo, pregunté, asustado. Si, contestó.
La noche me pareció muy corta. Hablamos de todo y de todos. Lloramos juntos los años perdidos y copulamos como antaño en el viejo sofá que había heredado de mi tía abuela Julieta cinco años atrás. Creí resucitar, regresar del reino de Hades directo al paraíso desconocido. Creí que los años no habían pasado y que ahora tocaba ser realmente dichoso junto a la mujer de la que estuve siempre enamorado y que no pude olvidar por más puta o modelo que tomtase. Deseé el mundo se detenga para así vivir eternamente ese mágico momento, acaso el mejor de mi vida, acaso el más maravilloso.
Sin embargo, Mayrita, el amor de mi vida, tenía otros planes. Cuando abrí los ojos ya no estaba. Una nota descansaba sobre la mesita de noche: "Gracias por la hospitalidad y los ahorros. Un beso en la polla".
¿Un beso en la polla?... !Que me parta un maldito rayo¡, !Había sido timado por segunda vez en mi vida! Mayra solo quería darle besos a mi polla y regresar a España con el botín ganado, a seguir dándose la vida de lujo de la que estaba acostumbrada y de la que jamás podría salir. Era el imbécil más imbécil que el mundo jamás a parido.
Corrí. La busqué en cuanto lugar conocía. Pregunté por ella a sus padres y hermanos. Regresé al restaurante. Lloré frente al mar. Era un hombre traicionado y ella una mujer muerta -si en caso la encontraba, claro-. Entonces, y miren como es la vida de maravillosa y cruel, mi vieja amiga sexual besa pollas reía con gran alegría ante la broma de un pobre imbécil -seguro ignorando que seria víctima de un asalto a mano armada por esa mala mujer que alguna vez amé-.
!Hey¡, rugí. Mayra de pronto perdió su color. Oh, qué gusto verte, dijo alzando los brazos para ser abrazada. A cambio recibió una bofetada. Imbécil, gritó el tipo que la acompañaba. Te hago un favor, huevón, dije, preocupado porque mi colega entendiera el mensaje. No obstante, parecía enamorado de la mujer que fue mi mujer solo una noche antes. Por ello, y esto lo lamento tanto, tuve que despacharlo atravesándole la cabeza con dos certeros disparos, y, para evitar a los chismosos e intrusos, proseguí con el amor de mi vida con dos más en el pecho, justo donde separaba el escote sus bustos.
Afortunadamente logré escapar y ahora vivo feliz en Mar del Plata. Ya no escribo. Pero cuando recuerdo a Mayrita, mi ex amiga sexual, no evito una erección ni tampoco dedicarme unos minutos a la prosa.