En algún lugar del mundo alguna madre le recuerda a su hijo lo que la mía hizo hace veinticuatro horas: ya casi es navidad. Ese hijo, tan incrédulo y desinteresado en las cuestiones afectivas, arqueará una ceja, preguntándose por qué demonios mamá le recuerda lo que le recuerdan todos los días los anuncios publicitarios, las viejas en los supermercados, los papanoeles de los centros comerciales, las misas de todos los domingos, y un larguísimo pero no menos importante etcétera. Mamá le contará, entusiasmada, los preparativos para tamaño acontecimiento: la cena, los regalos, el árbol, las luces; y el hijo, reo ya de la vehemencia maternal, deseará regresar por donde salió hace veinte años con tal de no escuchar ni una sola silaba más del asunto, aunque, para estos momentos, sea demasiado tarde.
La conversación, sin querer queriendo, será larga y aburrida, con discusiones constantes pues el hijo odia comer pavo y espera no haga tan dulce el chocolate, y la mamá sabe que el hijo necesita vitaminas y respetar la tradición navideña y por eso no le deja continuar con la perorata y prefiere seguir contándole sus planes para noche buena: vienen tus tíos de provincia, el señor Arturo regresa de Madrid, Jorge, el esposo de tu tía, viene de Santo Domingo, debemos cambiar los manteles ¿a qué hora llegas de trabajar ese día? No me hagas gestos y dime porque necesito tu ayuda. El hijo, sabedor resignado de la mala suerte, espera el fin de la noche mientras se pregunta ¿de qué sirve navidad?
“Navidad no sirve para nada”, estalla el hijo, de pronto, agotado de los compromisos forzosos a los que asistiría, enojado por independencia que no tiene pero quiere tener a como de lugar, asqueado de tanto y tanto navidad y navidad y regalos y dinero y cena y pavo y chocolate y blah blah blah. La mamá, que entiende mejor que nadie al hijo, se hace de pie, ahogando un sollozo, le dice que luego hablaran, que no quería molestarlo con su ideas, que su intención había sido solo compartir con él algo de le hacia mucha ilusión porque en navidad todos debemos estar unidos, hijo, y recibir así la llegada del niño dios, amor.
“El niño dios se murió hace cientos de años, ma, y ni siquiera nació en esta fecha”, dice el hijo.
“No digas eso, no puedo seguir escuchándolo”, contesta la mamá, caminando presurosa a la salida. “No te das cuenta que estás hablando mal de dios”
“Me importa dos pepinos, ma, ese tío y yo no nos podemos ver ni en pintura”.
“No puedo creer que un hijo mío esté hablando de esa manera. Parece como si yo no te hubiera traído al mundo, sino el enemigo”.
“Ma, deja ya los sermones religiosos que bien sabes no creo nada de eso, y mi único problema es tu afán con una cena y unos regalos que nadie agradecerá pero si disfrutaran con sus caras regordetas y rosadas. Date cuenta, mujer”.
“No voy a seguir escuchando”.
Entonces mamá abre la puerta y el hijo sabe ella no volverá la cabeza para escuchar una disculpa porque lo conoce como nadie y él no la dará. Sin embargo, mamá hace algo que lo sorprende: se detiene un segundo, regresa la mitad del cuerpo y pronuncia, reteniendo una lagrima: creí que podría compartir mi felicidad contigo.
El hijo no habla, ve a mamá irse y no la detiene, no le pide disculpas, no le dice que la comparte y pasará navidad solo porque a ella le hace feliz. No lo hace. Y se sabe un idiota. Se pone de pie, golpea la pared de su cuarto mientras suelta un insulto en silencio, mientras es torturado con la consciencia de su mal comportamiento, mientras reniega contra “esos” que “enseñan que diciembre es y siempre será el mes de los regalos y la hipocresía y los robos a mano armada”, y por culpa de “esos” le había gritado a su madre y le había dicho todo lo que pensaba pero que ella prefería no conocer nunca.
El hijo llora, entonces, odiando a todo y todos, maldiciendo sus ánimos para la maldad y la cobardía. El hijo llora y piensa: viviré para navidad solo porque mamá lo quiere de esa forma.
No bajará a pedirle perdón pues sabe mamá ya lo hizo. El hijo respira y piensa, antes de cerrar los ojos: aun me falta el regalo de Esteban.
3 comentarios:
Qué temita no Alex?en mi caso particular sigo enojada con mis diciembres y tu relato es tan prolijo,he vivido cada letra como si estuviese viendo la escena.Y aunque no tenga tu edad, sumale 27 más a los 20 tuyos sigo enojada con las fiestas y la hipocresía...aunque hoy son mis hijas quienes me obligan a sentarnos las 4 en una mesa ya que por mi me iria al medio del desierto y sin agua...Marcada por los diciembres y rebelde con ellos...porque mi madre se fue un 29...enfermándose un 23...hace 21 años y justo hoy , 23 es mi cumpleaños...y mañana es navidad lo dijo mamá no? Al menos lo de las mesas con tíos gordos y parientes que veía una vez al año no tengo que soportar...ya la pase también esa...pero...mis hijas dicen,no llores , es navidad.Un abrazo enorme desde Bs As. y es unplacer leer tus textos.Tenés mucho talento!Estoy leyendo a un joven gran escritor.
JÁ! así que al final, el veinteañero se ha tenido q rendir a Navidad para regalarle algo a Esteban, ¿eh? No me esperaba ese final.
En todo caso, pobre mujer. Yo me sentiría muy mal si mi hijo me dijera esas cosas de la Navidad. Por una vez al año en q la familia se une y es feliz... Joder, seamos felices y punto, no le demos más vueltas.
Me he cambiado de blog, compañero! Espero verte en el nuevo blog, como siempre! Sin ti no sería lo mismo.
Un abrazo y feliz Navidad!
La verdad es que estoy bastante de acuerdo con el joven..pero supongo que a una madre no se le deben decir esas cosas no? Supongo que aunque la Navidad solo sean fechas vacías como cualquier otras para los ateos, la familia se reune sin motivo, sin razón, solo porque son fechas, porque son esas fechas.
En fin, soy una adolescente...me he sentido asi millones de veces y me quedo corta.
Se te echa de menos por mi blog Alex, espero que todo vaya bien.
Un abrazoo!
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