viernes, julio 04, 2014

Escribir



Era ella, su vecina, inventando fantasías entre tecla y tecla, en ese vaivén eterno de miradas desconocidas, con personas ocultas, con verdades ficticias, con mentiras verdaderas.
¿Qué había más allá? ¿Qué ocultaba frente a su figura de mujer escritora?

Él la veía desde su ventana: misteriosa, pensante, prendiendo y apagando un cigarro tras otro, modulando el volumen de un parlante al lado de su computadora.

Eran las mismas noches, miércoles y domingos, que ella caminaba hasta su balcón, miraba las personas pasar, el horizonte a veces, o los edificios alrededor. Dejaba las cortinas completamente corridas, prendía su maquina, un cigarro, y de nuevo a la rutina maravillosa de inventar ficciones.

¿Qué la motivaba?, ¿dónde hallaba inspiración?, ¿de donde venia y en qué terminaba? No lo sabía. Su única certeza era que su papá le había dicho una vez que aquella vecina era escritora y que tenía en su repertorio una serie de novelas y cuentos que todo el mundo leía, que había que dejarla en paz para que continuara con sus creaciones, enorgulleciendo y engrandeciendo el nombre del vecindario, del país. Para él, el misterio de su rutina era más que eso. Tenia que haber alguna formula para conjurar tanto talento, tanta inspiración. Ni bien se sentaba ella frente a la computadora sus dedos no se detenían en dos horas o más.
Una noche, cansado de conformarse con la información que ya conocía, salió de su casa rumbo al de la vecina.

Ella vivía sola, su departamento estaba en el piso seis. Afortunadamente, el conserje lo conocía y le permitió pasar con la promesa que no la molestaría por mucho tiempo y que no le diría que él  le había permitido el paso sino que se había escabullido por la cochera cuando un carro había ingresado.

Hecho el trato, subió por los escalones, presuroso.  No sabía como usar muy bien los ascensores así que le había parecido que aquella era la mejor manera.
Cuando estuvo frente a la puerta de la escritora, la tocó tres veces.

Nada.

Volvió a llamar.

Resignado, se dio la vuelta. ‘Tal vez está muy concentrada…’

‘¿Hola?’

Era la voz de una mujer. Feliz, volvió la cabeza.

‘Hola… Disculpe yo…’

La mujer que le había abierto la puerta se parecía a la escritora pero no podía ser ella. Se veía cansada, con ojeras, y unos ojos rojos delataban un llanto desesperado y muy prolongado.

‘¿Está llorando?’, fue lo primero que se le ocurrió preguntar.

‘¿Cómo?’

‘Sus ojos, señora…’

‘Niño, quién es usted y qué desea.’

‘Yo… Sólo quería preguntarle… Bueno, cómo hace para escribir tanto. Pero ya no, así que… 

Bueno, nos vemos.’

‘Espere. No vino por eso solamente ¿o sí?’

‘Si, lo juro.’

‘Me gusta escribir, es lo que sé hacer. Lo único, eso dicen. ¿Quiere un autógrafo?’

‘No. Usted es mi vecina. Papá tiene sus libros y muchos autógrafos…’

‘Qué bueno.  ¿Algo más?’

‘Si’

‘¿Qué?’

‘¿Es fácil?’

‘¿Qué cosa?’

‘Escribir…’

‘No. Suele ser doloroso… Pero, ¿tengo otra opción?’

‘¿Yo la tengo, señora?’

‘No tengo esa respuesta. No la encontrarás aquí.’

‘¿Por qué llora?’

La mujer abrió esta vez la puerta de par en par, se puso en cuclillas para estar frente  a frente con el niño y, para sorpresa de él, le dijo:

‘No sabia que estaba llorando.’

‘Pero…’

‘Ve a casa. Necesito seguir escribiendo. Algún día lo entenderás… Si es que te gusta escribir, claro.’

‘Buenas noches.’


Dicho esto, salió disparado. Cuando llegó al primer nivel, el conserje le preguntó si había conseguido lo que quería para lo que el niño le contestó: ‘Si, lo conseguí…’

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