martes, julio 29, 2014

En aquel parque...




He visto a  tantos pasar por este parque que haber llevado la cuenta, y con todos los años que pesan sobre mí,  hubiese sido odioso y hasta irracional. Basta con decir que cuando joven los rostros, el andar, y las formas, eran diferentes. Hasta los gritos de los niños, corriendo hacia mí, hacia el otro lado de la calle, o hacia cualquier lado, se escuchaba con frecuencia.

No negaré que a mi vejez gozar de un poco de paz es reconfortante.

Mi cuerpo no es el mismo y las fuerzas casi se me han ido; y aunque todavía conservo la figura imponente de entonces, luchar ya contracorriente carece de sentido. No es lamentable, es real, pues uno aprende que no todas las batallas están para ser luchadas y que no todas las derrotas tienen que ser tristes. Uno aprende que la vida es en esencia vida, y que al final de nuestros días buscar regocijo y descanso es necesario.

Pero ¡cuántas historias se han escrito en este parque!... Cuántas veces he visto al amor nacer, crecer y caer en tardes como estas. Llantos desesperados y gritos de jubilo, dolor y placer casi tan largos que hubiera conmovido al corazón más duro. A niños sonreír, y ancianos entregarlo todo a causas que los jóvenes consideraron perdidas pero que ellos, en sabiduría y armonía, incentivaron con vehemencia. He visto el inicio de la vida y el camino de la muerte. He visto a una ciudad volverse enorme, llegar a los cielos y seguir por ese camino sin fin. A animales bordear la esquina más próxima y maquinas arrojando sonidos que se volvían cada vez más estridentes y agobiantes, pero conducidos por hombres honorables, incapaces tal vez de ver que la voluntad de la naturaleza no es la abundancia de ciencia sino de amor, camaradería y placer.

No todo fue bueno (no todo en el universo tiene que ser o parecer bueno) pues las llamas de la indiferencia y la sin razón atacaron con fiereza a las almas que pulularon por este parque, condenándose, o condenando a otras, a vidas llenas de lágrimas, amarguras y muerte. Los he visto morir por causas banales, y robarle la vida a su similar con armas que primero brillaron con el sol  pero que luego se volvieron más y más oscuras. Y esas armas, escupiendo fuego de sus bocas, llenaron el parque de llanto, de hombres disfrazados de autoridades y mujeres, niños, ancianos, arrojados sobre cuerpos inertes, repletos de sangre y saliva.
A mí llegaban noticias de revoluciones, de conspiraciones contra mandatarios y dictaduras. Y ante mí el mundo se vistió de rojo, de blanco, de negro y de gris. Y vi como la tierra tembló muchas veces y  como de los cielos caía agua que inundaba todo pero que traída consigo soplos de esperanza.

¡Cuántas historias, ciertamente! Y tan poca audiencia para escucharlas.


Alguna vez el parque fue tan grande que mi visión de ella no alcanzaba a abarcar todo el territorio. Con los años, y el crecimiento constante de la ciudad, el parque fue quedándose sin habitantes y sin riquezas. Hoy pequeños seres me acompañan en el camino, aunque sé muy bien que mi historia aquí está llegando a su fin. Tal vez algún buen recuerdo dejaré en aquellos que la memoria no les falle, y si no, me voy sabiendo que viví  lo suficiente para ser plenamente feliz.

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