viernes, agosto 22, 2014

¿Recuerdas?

La foto es de la maravillosa escritora rusa Liudmilla Petrushévskaya. No encontré otra imagen que represente mejor la historia.
           
         
Estoy decepcionada de ti, Jota. Así como escuchaste. Oh, por favor, no me mires de esa forma como si yo tuviera la culpa de algo. Deberías estar pensando, más bien, en cómo salir de la situación en la que te encuentras, porque si te vieras en un espejo lo maltrecho y desarreglado que andas, no podrías creerlo. Aunque, si lo pienso con un poquito de calma, segurito terminarías por echarme la culpa. Ni más me faltaba.

Como te iba diciendo... ¿Qué te iba diciendo? Oh, claro, te ves muy feo. Mira tu pelo lleno de polvo y tierra y estas manchas rojas que me desesperan, y que por más que trato no logro sacarlas con la mano; de repente si busco una toalla con algo de agua. No, no ¿por qué habría yo de pararme para hacerte más favores? Es tu turno de ocuparte de ti. Te he mal acostumbrado y ya debes ir aprendiendo a ser autosuficiente porque no te voy a durar toda la vida, y si no lo haces desde ya, vas a terminar muy mal. Ya deja de mirarme, te digo. Levántate mejor que ya amanece. ¡Ay!, cierto, hoy me tocaba ir a comprar el pan. Mira donde anda mi cabeza que olvido eso tan importante. Sí, sí, Jota, querido, dedico mi tiempo en pensar tonterías, pero debes saber que perderte me causa mucho daño, y no podría imaginar que otra te hace feliz. Sé que no debo empezar con lo mismo de siempre, pero eres tan perfecto. Ya, ya, deja de acusarme con la mirada, Jota, voy a intentar ser menos celosa y más paciente contigo.

Recuerdas cuando éramos enamorados y me escribías un poema cada semana, decías que era tu luz, tu sol, tu luna, tu todo y yo te miraba y te besaba. Recuerdas que me prestabas libros (que al final nunca terminaba de leer) y me llevabas a pasear a la Plaza Manco Capaz, y a librerías, y me decías que querías ser escritor pero que no te sentías con el talento necesario; sin embargo, échale ganas, te decía, tú puedes. Luego viajaste a Argentina a estudiar literatura en la universidad de Buenos Aires. Me dejaste, recuerdas. Escribías esas cartas tan románticas, primero, a diario, semanal, mensual; y luego yo tenía que llamarte y escribirte y preguntarte cómo te iba, si estabas bien, si necesitabas algo. Me decías: no, bebé, todo bien. Yo te creía porque te amaba, sabes, te quería al extremo que me desnudaba frente a la cámara web y cumplía al milímetro cada capricho sexual que hayas tenido en ese momento. Me decías que necesitabas estar conmigo, que te tocabas todas las noches pensando en mí. Eso me ruborizaba, pero me ponía contenta porque sentía que era parte de tus noches, de tu vida, de tu existencia. Que  lindos momentos. Yo pasaba los días estudiando enfermería en un instituto en la avenida México. Tenía veinte años y tu veinticinco, recuerdas. Soñaba que viajaba para la Argentina a reunirme contigo, hacíamos el amor en tu cuarto en Tigre y regresábamos juntos al barrio. Estaba tan enamorada. De acuerdo: tú también me amabas. Estábamos tan enamorados. Oh, claro que sí, hasta parece que ya estás sonriendo.

Cuando regresaste a Lima habían pasado siete años. Te esperé en el aeropuerto. Nunca llegaste, me dijiste que habías tenido un percance. Al día siguiente, fue lo mismo. Llegaste a las dos semanas. Me llevaste a un hotelito en la avenida Manco Capac. Antes de ir a casa de tus padres para darles la sorpresa, almorzamos comida arequipeña en el Chaucalla. Esa noche me ofreciste matrimonio. ¡Oh, dios!, ahora que soy vieja cómo recuerdo esos momentos tan lindos. Eres mi musa, decías, sin ti no puedo escribir. Conseguiste trabajo como profesor de literatura en un colegito cerca a Matute. Es provisional, me dijiste, ya pronto publico una novela. Nos casamos por civil a los dos meses, fuimos de luna de miel a Buenos Aires, me llevaste a Caminito y muchos lugares lindos. Cuando regresamos seguiste escribiendo tu novela. Un amigo tuyo te ayudó a publicarla. Fuimos de gala a la presentación en una librería muy conocida. Con el dinerito que te dieron alquilaste una casa en la avenida Arriola, no puedo dejar mi distrito, me dijiste, es parte de mí; y yo estaba de acuerdo porque yo también había nacido y crecido aquí. Decidiste vivir una vida de escritor mientras yo decidí vivir una vida de madre. Dejé mi trabajo de enfermera para dedicarme a los hijos que iban llegando. Nunca estuve más feliz que en esas tardes en la terraza, tomando una coca colita con bastante hielo y escuchando música. Eras joven, fuerte, te sentías capaz de conquistar el mundo. Hasta salías todos los domingos a jugar al futbol con tus amigos. Eras feliz, y yo también porque te tenía a mi lado.

Mírate ahora, Jota: viejo, casi sin cabello. No te me eches la culpa, sabes que lo único que hice toda mi vida fue dedicarme a ti. Fui una madre ejemplar y una compañera dedicada. Traté de que me vieras siempre como una mujer atractiva, por eso gastaba dinero en ello, y te hacia feliz, lo sé, ir vestida como una reina. Dedicaba mis energías a hacerte feliz en la cama, y cuando estuvimos en esa maldita época y no querías tocarme, te comprendía, no te hacia saber mi molestia, mi preocupación. Te adoraba con mis caricias, con mis alientos. Estuve contigo cuando nadie compraba tus novelas y llegabas a casa ebrio, gritando, botando a los niños, y con olor a prostitutas; llorabas en mis piernas mientras me confesabas haber tocado cuerpos de mujeres jóvenes en esos sucios cuartitos de bulines, y yo te acariciaba los cabellos porque te amaba y comprendía que lo hacías porque odiabas tu trabajo y porque no eras el escritor que deseabas ser. Al día siguiente, no recordabas nada.

Tus ánimos cambiaron cuando conseguiste trabajo en la universidad San Marcos como profesor. En un año y medio publicaste dos novelas. Aún recuerdo tu brillante sonrisa al contarme que todos tus alumnos la habían comprado, que recibías las felicitaciones de tus colegas y jefes. No recordaste, ¿verdad?, en esos momentos, tus días de bulines y meretrices. Seguro que nunca se lo contaste a esos señores importantes que se emborrachaban en nuestra casa mientras jugaban cartas y hablaban de cosas que no entendía. No te importaba entrar a nuestro cuarto ebrio, despertarme, y hacerme el amor luego de tantos días de rechazo y abandono. Pero yo te lo permitía porque era mi deber. ¿Ya lo has olvidado? Claro que sí.

¿Por qué no dices nada? Prefieres el silencio. Prefieres mantener los ojos y la boca abierta, acostado sobre esa cama. Prefieres quedarte quieto sin pronunciar ni una palabra.  Prefieres que siga hablando. Prefieres saberme perdida sin ti, como la vez que decidiste irte de la casa para vivir a la Argentina con esa mujer que habías conocido en uno de los bares de mala muerte que visitabas. Dejaste tu trabajo en San Marcos y huiste con ella para vivir una vida de adolescente.

Estuviste muchos meses sin comunicarte con tu familia. Tu hijo mayor, Luis, que ya había cumplido veinte años me preguntaba por ti todas las noches mientras metía a sus enamoradas a su cuarto, al igual que Miguel, Gabriel y Sebastián. Habían salido tan iguales al padre.

 Sé que me veo ridícula diciendo estas cosas de mis hijos, pero es que qué podía esperar si tenían un padre cobarde como tú. Qué les diría para llevarlos por el buen camino si yo lloraba todas las noches recordándote a mi lado, sabiéndome tuya frente a esa cámara web, saboreando juntos comida arequipeña. Cómo podía si con el paso de los días iba volviéndome más y más anciana.

Qué puedo decir ahora, si ya los años han pasado, Jotita, si ya las cosas han cambiado. Te diste cuenta que yo te hacía falta y por eso me llamaste esa madrugada a decirme que por favor te enviara dinero, que querías regresar a mi lado. Yo, enamorada y ciega como estaba, viajé con los ahorros (dejando a los niños en casa de mi hermana) y te saqué de la miseria donde vivías. Porque debes recordar que vivías en la miseria: un cuarto pequeño lleno de polvo y las paredes despintadas y ennegrecidas por el paso del tiempo; una camita sin sabana y cucarachas caminando en ella. Me abrazaste y me dijiste que te perdone, que habías sido un tarado, que te habían engañado, que no comías desde hacía muchos días, que tus amigos escritores te habían dado la espalda, que te diera una nueva oportunidad.

Estúpida y enamorada, te la di. Y te la di porque te amaba, porque te amo.

Pero cómo es la vida de pendeja. A nuestro regreso, luego de dos años de paz, nuestra situación económica empeoró y como no te quisieron recibir de nuevo en San Marcos tuviste que aprender oficios modestos.  Nuestros hijos eran incapaces de ayudarnos. El mayor salió del país en busca de su vida y el otro se fue a vivir a la casa de sus suegros por embarazar a esa muchachita; los dos últimos aprendieron, a duras penas, a compartir la pobreza con nosotros.

Te daba vergüenza salir a la calle, que te reconozcan, que digan: oh, ahí va el autor de "Memorias de una mente distorsionada" y "El arma del desarmado" y "confesiones del hombre pez", con martillo y clavo a reparar la puerta de su vecina, la señito Miriam. Y no pensabas que yo tenía que preocuparme por el bienestar familiar. No volviste a escribir. No volviste a decir nada. No volviste a visitar prostitutas. En cambio, te dedicaste a la bebida y a la televisión. Te olvidaste de mí, Jota.

Jota, carajo, despierta de una buena vez y dime algo que ya me cansé de llorar y de mover tu cuerpo. Por qué no te mueves, Jota, dime algo por favor, mi amor. No puedes estar así de tranquilo luego que te dije todo lo que te dije, Jotita. Jotita, como te gustaba que te diga cuando éramos enamorados. Jotita, acaso quieres verme sufrir más. Dime que estás bien, que lo que te hice no te causó ningún daño, mi amor, dímelo para poder abrir esa maldita puerta que toca desde hace rato y por más que intento e intento, no logro ignorar. Oh, dios mío, debe ser nuestro hijo, que mala memoria tengo. Oh, por favor, Jota, ponte de pie. Hazlo te lo pido. Deja de bromear, de hacerte el interesante. Deja de hacerte el muerto...


No, no, sácate eso de la cabeza. No podrías estar muerto sólo porque te puse ese polvito blanco en tu vaso con agua para que tomaras tu pastilla. No te puede haber dado un infarto sólo porque lo deseé con todas mis fuerzas luego de todas las maldades que me hiciste. No puedes. No debes, mi amor, Jotita. Dime que no estás muerto. Parpadea, te lo pido, parpadea y ámame antes que tu hijo entre por esa puerta y se dé cuenta que esta mujer, su madre, que te amó tanto, acaba de matar a ese hombre, su padre.

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